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A CHRIS CORNELL: UNA CARTA DE AMOR PARA TI, HOMBRE AZUL

Sesión fotográfica del disco solista Euphoria Mourning (1999). © Olaf Heine.

Por Juandiego Serrano Durán.

Juan Cristóbal:

Dejaste tu cuerpo colgando del cuello en el umbral de una noche de miércoles y la madrugada de un jueves, rompiéndonos el corazón a mí y a otras hornillas que, siendo amantes, no resultamos idóneas para tu condición amatoria. Sin poder hablarte de frente, antes me era muy difícil abandonar la melosería para sentarnos a hablar desde el alma, fumándonos un cigarro.

Recuerdo que escribía mientras te amarrabas el cuello; escribía un acto teatral a mi gato. A mi gato mono, uno que, como el negro tuyo de una década que ya pasó, cautiva con sus ojos soberbios. Eso hacía mientras tú lo tuyo. Apenas poco menos de dos horas de ese momento había dejado correr tu voz a capella en mis laboratorios de rock y literatura en la radio. Tu voz resulta ineludible cuando de capacidad vocal se componen esos laboratorios. Sí, tu voz, esa que se venía extinguiendo alrededor de cinco meses antes de irte a cantar en otro lado, tras sucumbir suspendido en el aire. Se extinguió mientras me desarrollaba en ligazones a ti, ignorando tu parte en los actos paralelos.

«Una cola de agobiantes mensajes escritos aguardaba en mi intercomunicador.»

Supe del apagón de tu voz cuando, después de amanecer en el vilo de las letras, desperté en la tarde y una cola de agobiantes mensajes escritos aguardaba en mi intercomunicador. Todos repetían en coro: “¡Murió Chris Cornell! Me acordé de usted, Juan Diego”. A los que no somos chismosos las noticias nos llegan de último, pero nos calan hondo.

 “¿Y cómo, sin la nobleza de tu mirar, el amor de tu lírica y la tormenta de tu voz? ¿Y cómo, Christopher?”, fue lo primero que escribí al enterarme de lo que hiciste con tu integridad.

«Tu arte es un dibujo sincero del crujido de la angustia.»

Créeme, mi admirado, no soy de llorar por dolor ni pesar. Allí, fuiste de nuevo lo que siempre, toda una excepción a mis sentidos. Cuando las lágrimas cesaron por la noticia e inauguraron el sendero de la nostalgia, de tu nostalgia en mí, la manera como mi espíritu se abrió paso por entre mi cuerpo encorvado y mis manos agarrando endeblemente mi rostro, fue mucho más digna que la tristeza. Fuiste tú, finalmente. El ego transita entre nosotros de tan torpe manera, que basta con cerrar los ojos para que desaparezca. Al yo hacerlo, ya no hubo más drama, puse un freno reactivo a las pataletas fúnebres. En un breve instante fuiste y regresaste con tu esencia; sin tener que escucharte en una canción o recordarte como artista, viniste como ser humano en el arte y con el ejercicio de la razón, siendo todavía puro arte.

Y admirado mío, hubiste de tener razón en demasía cuando abrazaste tu garganta con un tensor. Tu razón fue una tan parecida a la que me mueve a teclear todas las noches sin el cumplimiento de ambiciosas metas personales o el flujo de narrativas autocomplacientes, incluso sin el amor de una mujer al lado. Poco pudimos hacer quienes te aplaudimos, y no te dejamos de querer y te acompañamos en la ruta del amor al arte, cuando en realidad tu arte es, ahora más que nunca y por los tiempos que advendrán, un dibujo sincero del crujido de la angustia, del desvelo de la noche y de la trastienda metafísica del ser, infinitamente brillantes y hermosamente cálidos por el sosiego de tu voz; brutales e inevitables para quienes vivimos aún, también.

«Fundaste Soundgarden en el año en que nací, y tu madre fue contadora, la mía también.»

Escucharte como un evento acabado me permitió duplicarme. Sustraído entonces de la vieja emoción de estar atento a lo que hacías en tiempo presente, no me quedó de otra que encontrarme con la ironía de tus enseñanzas, ya como ellas lo fueron desde tu ceremonia de cenizas: como una obra hecha, finalizada. Y casi todo lo que fuiste, en las estampas de lo que hiciste y la manera como las miraste, o como las vestiste, las dialogaste y las transformaste, posaron en mis recuerdos bajo la extrañeza de lo sutil, de aquella costumbre femenil de enseñar las cosas bajo señas y actos que están hechos para el mañana, a pesar del hoy. Y créeme: ni te vi como el ángel que saludaba al cielo ni como el hombre capaz de cometer un homicidio suicida; poco a poco fuiste la memoria que aguardó ni fija ni selectiva, pues fuiste como la memoria moldeable, recurso infinito de los humanos que vivimos lo mismo y sin embargo lo vivimos sin hacer de eso mismo algo igual.

Tus botas grandes, tus jeans estéticos, tus camisetas sencillas, tu cadena de plata, tu escuálido bigote enlazándose con una poma incipiente… casi mis elecciones pueriles de atuendo físico, sin haber pensado nunca en ti como imagen. Tu soledad ambiente, cáustica manera de no afectar a nadie y protegerte de lo vano; tu silencio diciente, absoluta causa de descanso para los momentos álgidos o violentos; tu espíritu infante, principal motivo para ser excéntrico sin dejar de ser introvertido; tus susurros circulares, el aprecio a los sonidos de la brisa y los intangibles del sol; tu reticencia a la embriaguez o la psicodelia, cuando de sobriedad se trató tu escribir y crear; tus arrugas carismáticas en la rabadilla de tus ojos, muestra lustre del oficio de un buen observador; tu preparación artística, la capacidad de cada canción de ser algo más que una canción y mucho más de tacto, hilos que no se ven pero se perciben; tu pasión irrefrenable, una pasión capaz de ser más importante que la vida, por haberla entregado sin dudar… casi las decisiones con las que he crecido desde niño y con las que me dediqué a escribir desde joven, optando también sin pensarte. Ni qué hablar de las coincidencias místicas: fundaste Soundgarden en el año en que nací, y tu madre fue contadora, la mía también.

«Has quedado impregnado en mí sin que yo me hubiese dado cuenta.»

Y si te he admirado tanto y seguido ridículamente durante años, has quedado impregnado en mí sin que yo me hubiese dado cuenta. Tal parece que no fuiste una estrella ante mis ojos, sino un compañero fiel. Tu despedida pareció no ser el adiós a una voz admirable, sino el adiós a un amigo, a uno silente y distante por cuanto genuino.

Es ahora cuando me percato de que, de haberte tenido en frente, lo más seguro es que no te hubiera dado un beso en la mejilla ni hubiera sacado la cámara para que otro tomase la anhelada foto; mejor, hubiera dedicado todos mis esfuerzos por brindarte una mirada serena y un “muchas gracias”, con timidez.

«Ese pasado de melómano que te entrecruzó en mi vida.»

A las letras, los memorables segmentos de canción y el vuelo de tus tonadas seguiré visitando, recordando con entretención todos los momentos exactos y los detalles de mis nostálgicos encuentros con ese pasado de melómano que te entrecruzó en mi vida. Pero pasarán con la liviandad del anecdotario, ante la evidencia máxima de tu trascender. Pues cada canción tuya tendrá en mis oídos la capacidad de sentirse como si nunca la hubiera escuchado y estuviese ad portas de encontrarme con algo magnífico, tal y como, entre campaneos infantiles, llegaste a mí bajo el hombre de las cucharas, y como derrapaste los volcanes de ira contenida en una jaula oxidada, y como desnudaste las tripas del amor invitándome a llamarme como un perro, y como proseguiste dibujándome al horizonte como una roca y en la amplitud de la gran vía, y como coloreaste los bailes amenos de una larga partida, y como anclaste las sienes de mis honduras al concentrarme en las más altas verdades del hombre; incluso, con las incontables veces en que hiciste metáfora y asimismo realidad a la mismísima muerte.

La muerte. La muerte. Atravesada como tema, debo entender que es la muerte la que nos ha unido en esta amistad, paseándose galantemente en todas sus fibras, otorgándonos la vida. Si la flaca habrá de recogernos, está bueno conocerla y dar rodeos nocturnales en su compañía. Vaya paradoja. Ya lo habías dicho: “No soy tu paseo alfombrado, soy el cielo / No soy la luna de otoño, soy la noche entera”.

«Si tu voz se extinguía en un zigzag erosivo, debías partir justo al tiempo en que lo hiciste.»

A mí, que me tocó la humildad y mucho más de anonimato, me corresponde ahora chocar tu mano por el exclusivo motivo de vivir entendiendo la muerte en vida. Más de uno pensará que tu suicido les da la razón, pero no pocos son y han sido los que, como yo, entendemos a la muerte como una excelsa razón. Gracias por enseñarme, con el acto que apagó tu vida y sacó a pasear la pirotecnia de tu legado, la percepción de la sencilla, tangible y peligrosa cercanía que puede existir entre un pensamiento y el cuello colgando de una soga. Sé que éste no fue tu pensamiento, pero en algún momento se hizo plan. Lo tendré en cuenta. Evitaré hacer lo que tú decidiste: observar el “cuándo y cómo”.

La noche en que me enteré de tu decisión, esa misma noche, me puse al día contigo. Si bien no fui a verte cuando más cerca estuviste de mi presencia, meses antes, esa noche me dediqué a hacerlo en tus más recientes presentaciones. Vi y volví a ver foto tras foto, video tras video, paso a paso. Y… vaya, Chris. Ya no eras el joven agorafóbico hijo de una pareja sencilla, ya no eras el brioso gritón de palabras poéticas, ya no eras el treintañero suicida intentando rescatarse con el arte, ya no eras el carismático adulto roquero recogiendo halagos, ya no eras el cuarentón viviendo sus nuevos veinte y ya no eras el hombre aislado y barbudo coleccionando frases en la urdirme del hombre solo. Ya no eras eso; eras ya una entidad perdida en el reflejo. Intentando frenar el hecho mismo de celebrar tu ida, se me hizo indispensable la sensatez y el desapego que me hicieron finalmente tu fanático. Si la sobriedad era algo inalcanzable, si el tormento y los fármacos eran algo abrumador, y si tu voz se extinguía en un zigzag erosivo, debías partir justo al tiempo en que lo hiciste. Debiste partir, si no contento, por lo menos abyecto. Curiosa manera de hacerlo la tuya, recogiendo los amigos que tuviste en la vida, tocando con todos ellos en la ruta, observando hacia sí mismo entre los aplausos y conviviendo en una intimidad de, por lo menos, correctos deseos familiares y paternales. Has podido hacerlo sin dejarnos a todos esa especie de carta de despedida. De nuevo gracias.

«Un hombre curioso con la suerte de una voz única, trabajada con el oficio de un prodigioso escritor ignoto.»

Eras barítono, pero parecías de otro talante. Tu voz interior era tu tesitura, una voz ronca. Cuando de cantar se trataba, un espíritu altivo aplastaba todas tus bajezas, y entonces subías los tonos a los más altos timbres, engañando tus propias limitaciones y haciendo de la mentira en música vocal un evento absolutamente verídico, con el control emérito de tus falsetes y tu blending. Pero eras la voz grave en la mente de un chico juguetón y la conciencia de un hombre libre, y por eso ibas y venías del brillo a lo grave, además de con facilidad, con suma vocación. Que lo hicieras usualmente en una sola exhalación fue lo que más admiré de ti.

Eras integral, y lo que pretendías plasmar afectaba gravemente tu noción de mundo e incluso tu forma física. Que las negritudes del alma terminaran en tonadas para bailes de salón o que las glorias tuviesen eco de sonidos de camión viejo, hacían de ti una extraña combinación. Pero ahí mismo te veía, y entendía los trasfondos, el juego ameno entre la intención y el resultado en tu arte. Quien escuche tu voz sin adentrarse en tus letras y después se entere de la doble cara de su belleza, puede decir que fuiste un artista del autoengaño. Aunque posible, la imagen final, en ti, nunca resultó engañosa. Entonces, si te veía con el pelo corto y con los brazos musculosos, sabía que serías el émulo de Frank Sinatra; si te veía mechudo y con la barba tupida, sabía que vendrías como el heredero de Robert Plant; si te veía con el cabello roído y una delgadez anunciada, sabía que serías una Lorraine Ellison vestida de hombre o un Bob Marley en el desierto; y si te veía desencajado, recibiendo flashes y asistiendo a galas, pronto tendría muestras musicales cinemáticas, muy al estilo de Clint Eastwood. Y si no te veía, sabría que de la nada y entre las veleidades de la luz entre las sombras, saldría del lugar más inesperado una voz con la honestidad de Leonard Cohen, la vejez de Johnny Cash, la aventura de Jimi Hendrix y la magia de David Bowie. Tu voz, acompañada de tu capacidad instintiva con los instrumentos, hacían de ti un corolario de amplitud sin cercos, con el que no dejaste de romper fronteras por ser un hombre curioso con la suerte de una voz única, trabajada con el oficio de un prodigioso escritor ignoto.

«Una mezcla extraña entre lugares pequeños que no se van.»

Entiendo que tu decisión artística fuera voltear los sentidos temáticos de las cosas y engañar las intenciones con las impresiones finales de la música. Lo entiendo porque, más allá de lo humano, eras un artista, es decir, alguien con el compromiso de preservar la estética sobre los hechos. Pero también te hiciste mi amigo porque, en el colofón de cada impresión, dejabas deambulando un hálito humano de lo más común y corriente, de lo más profundo y sencillo, de lo más grandiosamente insignificante. Esa vagancia poderosa es de una nada admirable.

Si cada canción que compusiste provino un sentimiento vívido, uno real e inspirador para tu vida sentimental y tus memorias, que no nos contaras tu historia o nos obligaras a ponerla en contexto con tu vida es de lo que más te puedo agradecer. Enalteciste el significado omnipresente de lo subjetivo sin hacer autoficción, y entonces cada palabra, en cada letra y por medio de cada compás, era un relato breve capaz de expresar todo lo que deseabas decir, y capaz de decirlo sin señalar ni abrumar a nadie. Si guardaste durante años esa culpa, ya fue culpa tuya ponerte al frente ante los sucesos, aunque fuera la más sensata de las culpas. Si en toda historia el único doliente eras tú, puedo resarcir ese dolor diciendo que cada canción y el poder de tu voz hizo que cada una de tus historias fueran algo más que dolor; quizás asunción, quizás introspección, quizás catarsis, quizás consagración, quizás renovación y color. No lo sé. A veces, ante la falta de palabras, basta con mencionar tu nombre para dejarme en claro lo que son. Una mezcla extraña entre lugares pequeños que no se van, recuerdos nostálgicos que tampoco lo hacen, sentimientos de época que no tienen tiempo y estampas conmovedoras de brillo y sinceridad, de luz por oscuridad.

«Dejaste de ser artista, y te nos fuiste como ser humano.»

Si trascendiste al rock sin dejar de ser roquero, y si eres paisaje sin dejar de ser localidad, tu vida fue un desprendimiento en sí mismo, incluso al momento de darla por terminada. Trasciendes al rock por haber sido una buena persona, un hombre cordial, un tipo bello. Es posible que no hayas sido capaz de trascender al grunge, por tu decisión final, pero fuiste un tipo bello. Uno que electrificaba y progresaba tormentosamente con Soundgarden, uno dulce y airoso en la tersura de Audioslave, uno íntimo y genuino que nos sugestionó con Temple of the Dog y uno dinámico y autosuficiente con tus logros solistas, en los que estar pendiente durante dos horas en frente de tu voz y tu guitarra acústica, como únicos divertimentos, era algo todo menos aburrido. Y trasciendes, mi admirado, porque desde aquel miércoles en que colgaste tu cuello en un hotel de paso dejaste de ser artista, y te nos fuiste como ser humano. Más que muchos artistas que se fueron y que los que alistan su ascenso hacia el Olimpo, permaneces entre nosotros porque fuiste una bella persona, y eso duele. Y si tiene que doler, tu deceso es transparente como tu mirar.

El día en que yo muera tengo la expectativa de que mis amigos músicos toquen rock en mi ceremonia de partida. Pero antes de acabar, si llega el momento del “Ave María”, ruego porque a alguien se le ocurra reproducir la pieza que tú cantaste junto a Eleven. Sería un “Ave María” pop, muy poco de rock. Sería un “Ave María” fastidioso para la tradición clerical. Será lo que deba ser, pero sería un “Ave María” solemne para mí.

«Bucaramanga es tan familiar como Seattle, un lugar para morir ahora pero para estar por siempre.»

Si la vida me lo permite, déjame visitarte una buena tarde en Los Ángeles, sin que tu epitafio, que te acuña como “voz de una generación y artista de todos los tiempos”, sea tu título ni el motivo de nuestra conversación. Y si no me es permitido, viaja entonces tú ahora que lo puedes sin tiquetes ni maletas, cualquier día hacia mí. Te prometo que Bucaramanga es tan familiar como Seattle, un lugar para morir ahora pero para estar por siempre. Siendo uno de mis profesores de causalidad, viaja, ya que el origen que llevamos en la piel podemos compartirlo en cualquier lugar del mundo.

Ahora bien, escribirte una carta de amor, hombre azul, no ha sido el fruto de tu muerte. Aguardo la expectativa de que, habiéndola escrito, pueda acercar las esporas de lo eterno para ennoblecer mis oídos, como así lo hará la humanidad, sin empobrecer la fuerza de tus canciones, que ya serán las que nos dejaste y ninguna más. Pero lo hago para provocar la infinitud de lo que particularmente nos unió, que es esa sensación de contar con un amigo fiel en el paso de mis días y de encontrar en él la maestría de quien transfiere algo más que una afición, un algo parecido a una forma de proceder.

«¿Y cómo, sin la nobleza de tu mirar, el amor de tu lírica y la tormenta de tu voz? ¿Y cómo, Christopher?, me repito.»

“¿Y cómo, sin la nobleza de tu mirar, el amor de tu lírica y la tormenta de tu voz? ¿Y cómo, Christopher?”, me repito. Me lo he estado preguntando insistentemente, sin caer en desgracia.

Pues bien, si eres mi maestro, y el escribir me permite reconocerlo amistosamente, ya lo tengo resuelto. ¿Cómo? ¿Cómo carajos? Es sencillo: declarándote mi amor. Y no es destiempo; sólo perdóname no habértelo intentado hacer llegar antes.

«Una carta de amor sólo es posible cuando la persona que amamos se ha ido.»

Es que una carta de amor sólo es posible cuando la persona que amamos se ha ido, pero el amor permanece intacto; más allá de lo vivido, concluido y recordado, el amor es gratitud.

Gracias, hombre azul.

Cuando encuentras el amor
y éste se va
si vuelve a ti
se quedará.

Tan sólo deja tus ojos deambular
salvajes y libres.
Tarde o temprano
ellos volverán
a mí.

Así que deja tus ojos deambular
en el momento en que pienses
que ves algo mejor
mejor que yo.
Solo deja tus ojos deambular
alejándose
y voy a mirar sin distancias…
volverás un día.

Sé que puedes contar
la diferencia entre
una lágrima solitaria cayendo
y una temporada de lluvias.

                                                                                 “Let your eyes wander” (Higher Truth, 2015)

***

SOBRE EL AUTOR:

(Bucaramanga, Colombia, 1984). Historiador de profesión, melómano, radio productor, editor y gestor cultural de vocación. Produce el programa de radio Supernova desde 2002 para la señal de UIS Estéreo.

CRÉDITOS DE FOTO:

Sesión fotográfica del disco solista Euphoria Mourning (1999). © Olaf Heine.

CANCIÓN CIERRE:

“Let your eyes wander” (con letra traducida al castellano):
https://www.youtube.com/watch?v=oLJcYGY1AXU

 

 

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