ANTOLOGÍA : OMAR ORTIZ FORERO

OMAR ORTIZ FORERO. Nació en Bogotá en 1950, pero gran parte de su vida ha hecho de Tuluá su refugio. Poeta, editor, gestor cultural, profesor universitario, abogado. Dirige la revista de poesía Luna Nueva desde 1987 hasta la fecha. Ha publicado los libros de poesía La tierra y el éter (1979), Que Junda el Junde (1982), Las muchachas del circo (1983), Diez Regiones (1986), Los espejos del olvido (1991), Un Jardín para Milena (1993), El libro de las cosas. Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia (1995), La luna en el espejo (1999), Los espejos del olvido. Antología (1983-2002), Diario de los seres anónimos (2002), Las Calles del Viento (2004), Cequiagrande (2011), Lista de Espera (2017) y Pequeña Historia de mi País (2021).
Selección a cargo de Martha Cecilia Ortiz Quijano.
Primero fue la región de la guayaba,
Tierra de los cinco huecos,
el trompo bailador
y la bola mara.
Al Sur,
los eucaliptos hacen parpadear las estrellas.
Al Norte,
la madre camina por el sendero de la leche,
la leche tibia y espumosa del ordeño.
Dicen que el sol sale por Occidente
pero tengo mis dudas,
nunca despierta las cometas
ni calienta el agua de Vitelma.
En cambio al Oriente,
los copetones gorjean su única canción:
la oración de la tarde, entre cerezos,
pantalones raídos,
raspaduras
y máscaras del Santo.
Del libro Diez Regiones (1986).
Los trenes llegaron cargados de cadáveres
como los ríos, cientos, miles de cadáveres.
Los trenes y los ríos
no tienen memoria.
El mar y la estación los devoran
para esculpirlos en cada amanecer
limpios y relucientes.
Sólo al amor
le está permitido bañarse dos veces en el mismo río.
Del libro Los espejos del olvido (1991).
Albatros
Frente a la ventana, el viejo marinero
sueña las ballenas que navegan por su alma
y que su ojo feroz no arponeó.
Su corazón es de verdad un único
cementerio marino. No el del poema.
El que viaja en esa pequeña ola
que rueda lentamente por su mejilla.
Del libro Un Jardín para Milena (1993).
El viaje
Yo sé de un pueblo de hombres que no diferencian
entre lo justo y lo injusto.
Sus asuntos los someten a la flor del chamico
-la flor roja del chamico, ya que la blanca
es usada para curar ponzoñas y venenos-.
El viejo que toma el jugo de la flor roja del chamico
lee en el corazón de los valientes la huella del jaguar,
y observa la risa de la hiena en la palabra zalamera del canalla.
No hay un solo pesar que deje intacto el rostro de quien lo padece.
Los viejos lo saben y preparan sahumerios
para aliviar a los marcados.
No necesitan recorrer un palmo de tierra.
Sus caminos, son los caminos del viento.
Parte con las lluvias de abril
y regresan a la brisa suave de primeros de agosto.
Piden carne de venado y una joven de senos duros
para reposar la travesía.
Cuando viajan a la región del cóndor,
las muchachas paren de cuclillas en el río.
Del libro El libro de las cosas (1995).
Conjuro contra el olvido
Para que no te olvides
acepta esta mañana de febrero,
esta luz de Tuluá indeleble en mis ojos.
Tú conoces el vientre de la piedra,
el diamante que guarda,
y esa roca marina que el coral alimenta.
Tu memoria es propicia a la piel del venado,
a su diario sustento de viento y de violetas.
En la urna de jade que apaña su secreto,
Equilibran los hados sus designios funestos.
Del libro La luna en el espejo (1999).
El negro Marín
Me confunden con el héroe de Los Chancos,
pero no, la vida es mi batalla.
Dura contienda, soy maestro en artes musicales.
En tiempos mejores, violinista de la Scala de Milán,
donde hice amistad con Brindis de Salas,
habanero de nacimiento, cenizo y pasudo,
pero tocado con el don de las castálidas,
a quien, para su infortunio, invité a estas tierras,
donde fue consumido en un palenque de Guayaco
por una negra brava que lo esclavizó
en sus encantos,
bebiendo aguardiente y recorriendo el río
para llenar la panza de guayabas silvestres.
Carlos Brindis de Salas, volvió a su isla
donde murió olvidado. Pero el mundo
es suertudo,
la negra está tocando el piano.
Del libro Diario de los seres anónimos (2002).
Memoria del infante
Cuando la madre pasa el plumero sobre la mesa,
la madera evoca su corazón de nido.
¿Sobre cuál viento huyó este extraño utensilio
que puede ser gaviota, garza, arrendajo, torcaza, pavo real?
¿En qué remota estancia se escucha su misterioso silbo?
Una mano de niño dibuja el secreto de su casero vuelo.
Del libro Las Calles del Viento (2004).
Pandi
Eran los años en que los sueños me habitaban.
Como el malabarista que se juega el alma
en compañía de la muchacha que se alimenta de fuego,
transitábamos mi madre y yo sobre los muertos
que en el día simulaban ser pájaros ciegos.
Peregrinos de la piedra, en romería a las aguas termales,
olorosas a azufre,
topábamos los límites del inframundo,
donde reinaba el jinete sin cabeza.
Mi madre, como si nada ocurriera,
iba señalando los nombres de los árboles:
éste es un guayacán, decía, aquel, un arrayán,
el que está junto a las grandes rocas, un guayabo,
y así uno tras otro, desfilaban ocobos, guanábanos,
gualandayes, almendros,
mientras yo recordaba el golpeteo de los cascos sobre las losas.
Hoy, cuando sólo quedan guijarros calcinados,
y no existen arboledas que podamos bautizar,
la voz de mi madre dibuja en mi memoria hermosos follajes.
Del libro Cequiagrande (2011).
Alumbramiento
Es callado el lenguaje de la piedra.
Tal vez cercano al habla de los gestos
con que el traductor de los sin voz pronuncia el poema.
Pero hay música en su silencio.
Un murmullo de agua, un decir del viento,
la leve brisa de un ala.
Y tu risa, que el alma del peñasco
convierte en aposento para las luciérnagas.
Del libro Lista de Espera (2017).
Quisiera escribir poemas con finales felices
Parodiando a Nazin Hikmet,
quien pedía a su amigo y compañero de luchas,
Wala Nureddin que le enviara a prisión libros
con finales felices, juro que quisiera que mis poemas
tuvieran también finales felices.
Donde no se encontrarán niños muertos de hambre,
o bombardeados por el ejército de mi país,
y no tuvieran que dar cuenta de gente asesinada
por dejar las armas,
o por reclamar su tierra,
pero no la que les echan encima cuando caen acribillados.
Poemas que exultaran el canto de nuestras muchachas
y no la manera en que las ultrajan y violan.
Versos optimistas sobre la riqueza de la patria,
que se reparten, entre orgías de sangre, unos pocos.
Amorosos cánticos que dieran cuenta de las manos,
los abrazos y los corazones que se estrechan,
no noticias de cómo manejan los traficantes
los cuerpos y las almas de mis compatriotas
que son subastadas
entre los envenenados cauces de los ríos,
los bosques incendiados
y Wall Street.
Donde tuviéramos muchos pastores de cabras,
infinidad de tejedoras de historias
y los poetas se odiaran menos.
Del libro Pequeña Historia de mi País (2021).
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