HALLOWEEN TROPICAL EN MUNICIPAL
Por John Gómez.
Fotografías por Andrés Lamus.
El pasado 27 de octubre acudimos al llamado de la música en Municipal Música Viva, que convocó a todo tipo de criaturas extrañas a dejarse llevar por el ritmo del son, la tumbia y el techno de la selva, con Corazón Salvaje, el Colectivo Gallo Fino, Mitú y Turbo Sonidero, quienes fueron los verdaderos protagonistas de la noche, pues le dieron toda su sabrosura y su color a las máscaras y los rostros maquillados que se movían entre las sombras, y que, en la madrugada, luego de que el sudor, el baile, el alcohol y el ardor habían hecho su efecto, asustaban a los transeúntes con una sonrisa complaciente que era más una declaración de existencia.
«Una invocación a la Venus mestiza, esa que se apodera de los cuerpos sobre la arena.»
La noche arrancó con Corazón Salvaje, desde California (USA): una mezcla poderosa de cumbia, ritmo y son cubano que fue llenando el corazón musical de La Bonita. Los asistentes, contagiados por el embrujo de la fiesta, fueron llegando lentamente, luciendo los más creativos disfraces (y algunos de los que nunca pueden faltar). Aquí y allá, las risas y las máscaras iban cayendo en las redes de una noche prometedora, cargada de electricidad. Municipal, como es usual, transpiraba de nuevo la esencia de su público, que, como siempre, acudía al llamado de este templo del buen sonido.
Con su música afrolatina, la banda liderada por José Cervantes (Guitarra y voz), nos transportó a costas caribeñas en las que las olas rompen en espuma, devorando la playa. Sus canciones, sucedidas una tras otra, sin descanso, eran una invocación a la Venus mestiza, esa que se apodera de los cuerpos sobre la arena y les enseña secretos que la mayoría de los amantes envidian y anhelan. Por eso, en el Muni, las caderas hacían eco del ritmo salvaje de la banda, y el sudor lubricaba los cuerpos inquietos.
Luego fue el turno para que el Colectivo Gallo Fino terminara de poner a bailar a los más reticentes a dejarse llevar por el ritmo. Sus mezclas champetuas y cumbieras terminaron de encender la noche, y sus ritmos tropicales demostraron que, en cuestión de sabrosura, nadie aletea más que el Gallo Fino. Al otro lado de la consola, las pelvis se movían en vaivén, las risas competían con el sonido de la música y la noche parecía prometer una fiesta sin final.
«Todo lo demás (el ruido de la gente, el cansancio, etc.) desapareció de repente para dejar lugar enteramente la música.»
Entonces, y luego de una larga espera, llegó Mitú. El dueto bogotano, integrado por Julián Salazar y Franklin Tejedor, apareció de repente en la tarima, descargando toda su fuerza sobre el escenario. La música de Mitú, eléctrica y salvaje, atacó sin piedad a la audiencia, cuyos gritos y aplausos no podían hacer frente al sonido de la agrupación, que sin tregua mordió los corazones y anidó en el cuerpo de aquellos que pudimos presenciar la puesta en escena de la banda. Mientras tanto, las luces detrás del escenario conjuraban la serpiente que mordía en el vientre, y todo lo demás (el ruido de la gente, el cansancio, etc.) desapareció sin más para dejar lugar enteramente la música.
Denominada en un principio como techno palenque, la música de Mitú es una mezcla de sintetizadores, percusión y voces que suenan a nuestra tierra, al pacífico colombiano cargado de mitos y oscuras densidades, que solo tiene lugar en la memoria de las abuelas y los miedos de los niños. Es por eso que su ritmo habría de evolucionar hasta llegar a convertirse en ese techno de la selva: una travesía por la selva afrocolombiana llena de espesura, sombras y sonidos, que brota sobre el escenario, invocada por el frenesí de la banda.
«La oscuridad de sus ritmos digitales, entremezclados con la cadencia de la cumbia, terminó de dar forma a la fiesta.»
Como si fuera poco, luego de la euforia desatada por Mitú, el cierre estuvo a cargo de Turbo Sonidero: proyecto nacido en 2007 en San José, California (USA), que mezcla Rap y Hip-Hop con cumbia mexicana sonidera, para crear un sonido propio conocido como «Tumbia». La oscuridad de sus ritmos digitales, entremezclados con la cadencia de la cumbia, terminó de dar forma a la fiesta, acertando en el encuentro con los cuerpos que se movían por el espacio, y que, poco a poco, se fueron dejando caer sobre escaleras, sillas o mesas de billar, hasta que el amanecer encontró espectros de lo que fue un público ecléctico, flotando entre los muros de la Música Viva con su sed de baile, ritmo, y calor. Espectros que se desvanecieron con las primeras luces de la mañana pero que habrán de regresar, una vez más, justo en la medida en que les puedan las ansias.
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