MUSTANG, EL DRAMA DE SER MUJER
Por Angélica Castellanos.
Imagen tomada de www.pinterest.com.
Crecer es tomar decisiones: escoger, por ejemplo, la forma en la que quieres asumir tu vida, o la forma en la que vas construyéndote como persona. En contextos donde las libertades individuales son amplias, decidir sobre nuestro destino se convierte en una responsabilidad personal; pues qué vestir, qué estudiar, con quién salir, e incluso dónde y cuándo hacerlo, son cuestiones propias que se van ganando con el tiempo y con la experiencia. Crecer con esas obviedades nos hace olvidarnos de otras realidades humanas, por ejemplo, aquellas que podemos ver retratadas en Mustang, y que también retrata la historia nacional: hace 60 años, cuando las primeras mujeres colombianas adquirieron el derecho al voto, en un hecho que ratificó la lucha de años por la búsqueda de las libertades de las mujeres, y que aún hoy continua.
Ver la historia de estas cinco adolescentes (Ecce, Sonnay, Selma, Nur y Lale), es devolverse en el tiempo e identificar en cada una de ellas aspectos personales de algunas de mis conocidas: conocerlas en retrospectiva y preguntarme qué hubiese sido de nosotras en un contexto como este. El punto de partida que desencadena la historia: un día en la playa jugando con amigos (una escena real en la vida de la directora), le da a los personajes ese tono humano y familiar de estarnos metiendo en la cotidianidad, y que nos permite reconocernos en al menos alguna de las personalidades que se presentan en este drama. Pero más allá de todo esto, la película logra a cabalidad cumplir con la idea de su directora: deconstruir en cinco personajes el destino de su propia adolescencia, mostrándonos las consecuencias de sus decisiones, amalgama que va, desde resignarse a una imposición, sacando el mejor o peor provecho, a rebelarse contra su realidad y huir de ella en diferentes formas. Sobre el valor estético de la imagen, es notable cómo éste acompaña la historia, en la que por cada voto de rebeldía hay un obstáculo nuevo, que lleva a ver la casa familiar como una cárcel, y las rejas, los muros, los ojos que vigilan, son cada vez mayores o más cercanos. Resignarse al destino es casi comparable a perder la libertad de ser para terminar convertida en una estatua más, presa de las culturales de la sociedad: una quietud comparable con la muerte.
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