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ANTOLOGÍA: YURY J. SANDOVAL

YURY JOHANNA SANDOVAL ROSAS. Nació en Bucaramanga, Colombia, en 1990. Es Licenciada en inglés, egresada de la Universidad Industrial de Santander. Es creadora de contenido en Youtube, desde 2019, en donde comparte lecciones bilingües. Es amante del cine, la literatura y la tecnología educativa, lo cual le ha permitido ejercer labores en el área de la educación de idiomas y la traducción. Inició su creación literaria (2020) en antologías de cuentos y poemas con Gold Editorial, en donde recibió formación por medio de talleres virtuales de narración y poesía. Ha participado en talleres de poesía ofertados mediante concursos en la Biblioteca Nacional de Colombia, como «Del Sonido al Verso» y «La Ciudad, El amor, La Violencia y La Poesía», impartidos por Aleida Gutiérrez y Santiago Espinosa, respectivamente.

Su antología de cuentos dramáticos Historias para Almas Sensibles fue publicada en Autoreseditores.com, Smashwords y Amazon Kindle. Su novela La Tiranía del Elogio será lanzada el próximo 13 de octubre de 2022.


EL VECINDARIO DE LOS FUERTES

     Don Federico fue testigo de la transformación de Cristian desde los años en los que iba a hacer mandados y olvidaba recoger el vuelto. La primera vez que entró en la tienda, necesitaba una botella de gaseosa para los fornidos tíos que le ayudaban a su progenitora en la mudanza al barrio. El delgado niño, de unos nueve años, no miró a nadie. Se dirigió directamente a él y pidió la bebida, estirando el brazo para pagar con el billete que le habían dado. Mientras el tendero buscaba el vuelto, el chico salió del lugar, el cual estaba repleto de vecinos comprando víveres y cervezas como de costumbre. Unos minutos después apareció una enojada cara nueva. «¿Cuánto cuesta esa gaseosa? No me llevaron el vuelto», preguntó en voz alta el hombre sin camisa, proveniente del camión de la mudanza.

     «¡Ojalá te hubieras quedado de esa edad, Cristian! Con problemas tan pequeños como tu estatura en esa época», pensó don Federico trece años después, tratando de despedir a las últimas personas dentro de su negocio, quienes comentaban sobre el desdichado joven, a quien creían conocer muy bien.

     —Siempre ha sido muy débil —aseguraba Hugo, quien tenía algunas cervezas en la mesa—. Recuerdo el día que la mamá le dio una muenda porque dejó caer la botella del mandado.

     —¡ja, ja, ja! Sí —replicó su acompañante—. Lloraba como nena.

     El incidente no se había borrado de la memoria del tendero, pues no había sido el único de esa clase. Los cortos pantalones del muchacho, las sandalias plásticas una talla más grande de la necesaria o el lúgubre uniforme, el cual no se quitaba después de la escuela, y el llanto; el llanto que molestaba tanto a los habitantes de la zona. El grupo de siempre, los de la misma edad, solía reunirse en la esquina a departir después de clases. Nuevos juegos y dinámicas siempre terminaban con una queja de Cristian: «no es justo», solía decir. Se retiraba llorando y llegaba a casa, casi siempre a recibir las órdenes de sus familiares para visitar a don Federico por un mandado. La fama de niño llorón se extendía cada vez más entre todos en el vecindario y, ese día, en particular, después de la derrota en el juego con sus compañeros de barrio, Cristian fue a la tienda por una derrota más: la pesada botella resbaló de sus manos ante los ojos de todos los presentes. En vista de la demora del joven, la mamá se vio forzada a ir a buscarlo, acto seguido de un sonoro regaño, acompañado de una palmada. Lloraba y lloraba desconsolado, pasando por la esquina donde había departido con sus contemporáneos. «¡Ay, la nena Cristian!», «¡Llore más, nena!», decían al sonido de carcajadas. Los adultos solo observaban y, cada vez que veían entrar al niño a la tienda después de esto, no podían disimular una tunante sonrisa que reconocían como una especie de clave secreta: venía el llorón del barrio.

      Don Federico contaba los minutos para cerrar su negocio, pero los últimos clientes en la tienda parecían tan cómodos en la conversación, que mostró más paciencia de la habitual. «Consumen bastante y no me sobra el dinerito», pensó el hombre.

     —¡No pensó en sus hermanos ese pelado! —continuaba opinando Hugo—. ¿Cómo fue a terminar así?

     —Una total desgracia —añadió otro compañero de tertulia.

     El tendero dudó sobre a cuál desgracia se referían, ya que después de tantos años de servicio en su propio negocio, había oído tantas opiniones de la gente sobre el significado de vivir una desgracia, que nunca podría llegar a rotundas conclusiones. Algunos consideraban desgracia ser hijo de una madre soltera con un padre ausente; otros, haber nacido varón y no interesarse por los deportes, las actividades rudas, hablar en voz baja o derramar lágrimas al sentirse lastimado. Él prefería pensar que se referían a la condición de salud, lo cual sí consideraba algo por qué sentirse preocupado. Cerró los ojos un momento y en un acto de religiosidad, pensó: «qué Dios le dé valor para no rendirse».

     —¡Otras cinco! —exclamó Hugo— ¡No se me duerma, don Federico!

     Mientras él servía las otras cinco, continuaba escuchando la tertulia de sus vecinos más decididos a expresar sus opiniones, desinhibidos ya por el alcohol.

     —Lo peor empezó cuando la mamá murió —continuaba Hugo—. Ahí sí se volvió un completo marica.

     Había escuchado tantas veces aquel término en torno a Cristian, que ya no le sorprendía. Sin embargo, sí reconocía la complejidad de tal decisión en la vida del joven cuando había ya salido de la pubertad. La primera vez que lo vio usando maquillaje, a diferencia de los demás, no se rio. Lo llamó en privado, detrás de sus vitrinas y le preguntó: «Mijo, ¿usted qué está haciendo?». Cristian permaneció con los labios sellados por unos minutos, hasta que le contestó. «Algo he de hacer para comer, mi mamá ya no está y tengo hermanos menores. Al fin de cuentas, soy la nena del barrio». Salió rápidamente del negocio y desde entonces, se le veía en las esquinas al llegar la noche, luego de una jornada diurna casi desapercibida.

     —Ya no sé qué es peor: volverse marica o caer en vicios —balbuceaba otro de los hombres sentados a la mesa.

     —¡Las dos! —aseguró Hugo rápidamente—. Ya cayó muy bajo.

     Presenciar caídas de varias magnitudes no se escapaba de las habilidades del tendero, quien era un experto en levantar ebrios en su local. Pero ninguna experiencia se comparaba con recoger del suelo al ‘llorón del barrio’, ya siendo adolescente, en las oscuras madrugadas después de su nocturno oficio, el cual no llevaría a cabo sin una ayuda extra para soportar las vigilias y los cariños de sus clientes. «Malditas drogas», pensó don Federico y, por un instante, observó a sus vecinos. Se cuestionaba si, tal vez, él mismo no formaba parte, también, de la maquinaria de expendio de sustancias adictivas. «Ellos deciden cuánto tomar y cuánto hablar también», concluyó en sus adentros. Entonces volvió a pensar en la imagen del joven, más delgado debido a su adicción.

     Los vecinos continuaban discutiendo en la mesa, mirando sus botellas desocuparse. Al notarlos con intención de hacer otro pedido, el tendero fue más consciente de la hora y de su cansancio aquel domingo pasado el mediodía. Además, la visita que había planeado realizar ese fin de semana era de extrema importancia para él. El cariño que lo unía al ‘llorón del barrio’ le motivaba a seguir siendo testigo de su proceso, por encima de la simpatía de la que gozaba entre sus clientes.

     —Bueno, caballeros. Ya voy a cerrar.

     —Ay don Fede, ya casi. La última ronda —insistía Hugo, incitando a sus compañeros a apoyarlo.

     El tendero cedió con la advertencia de cumplir su palabra después de una ronda más. Sirvió las cervezas y retrocedió a sus vitrinas, revisando su reloj.

     —Los vicios lo llevaron a lo otro, ¿sí o no? —proseguían los hombres con su charla, una y otra vez, mencionando las calamidades del joven y de sus pocos familiares, a quienes rara vez veían ya en el barrio por temor a contagiarse de VIH.

      Don Federico observaba a los vecinos discutir el asunto con apabullante soltura. Rogaba internamente que ellos mismos no llegaran a ser víctimas de una de esas circunstancias. Recordó la cita para ir a ver a su joven vecino y cumplió su palabra. Empezó a cerrar las puertas y, mirando el reloj casi como una manía, les brindó la cuenta. Empezó a recoger, luego, las últimas botellas, mientras los vecinos se levantaban de la mesa poco a poco. Cuando el negocio quedó vacío, el hombre se dirigió al fondo del mismo lugar, donde residía con su hija menor. Almorzó y tomó una ducha. «Más tarde vengo», le anunció a su hija. Se llenó de valor para dejar su residencia y emprender camino hacia el hospital.

     Todos en el vecindario sabían a dónde se dirigía el simpático tendero durante los últimos días, pero ninguno lo acompañaba por temor. A medida que la distancia se acortaba, comenzaba a preguntarse qué otro cambio vería en el delgado joven de 22 años, cuyas lágrimas ya no se limitaban a expresar la tristeza o vergüenza ante sus contemporáneos, sino a las continuas dolencias en su debilitado cuerpo. La timidez del niño de nueve años se había desvanecido ante la presencia de don Federico hacía mucho tiempo y sonreía cuando escuchaba su saludo al acercarse a la cama. «No se acerque mucho, don Fede. Desde donde está me consuela». Él le obedecía en señal de compasión, pero un leve temor también lo mantenía a distancia.

     —Ese color le luce, don Fede —dijo Cristian débilmente.

     Don Fede, quien no era bueno para recibir elogios, prefería guardar silencio. Después de unos segundos, decidió acercarse un poco más y tocar el brazo del joven. Se le dificultaba expresarle su humano amor con palabras, pero el sencillo hecho de permanecer allí junto a él era su forma de decirle cuánto le importaba su vida, aunque esta fuera la última noche determinada por los médicos.

     —Las flores amarillas significan esperanza —aseguró la vendedora, unos días después.

     «¿Esperanza de qué?», se preguntó don Federico minutos después, frente a la lápida. «Ya partiste. Tal vez nos veamos nuevamente, en un mundo sin prejuicios hacia los hombres con corazón».

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