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ANTOLOGÍA: JENNIFER GARCÍA ACEVEDO

JENNIFER GARCÍA ACEVEDO (Medellín, Colombia, 1995) Poeta, gestora cultural y tallerista. Sus poemas han sido publicados en diversas revistas, periódicos y antologías nacionales e internacionales. Obtuvo el premio Nacional de Poesía José Santos Soto (2019). Participó en festivales internacionales de cine y literatura.  Ha publicado Estaciones de lo invisible (Sakura ediciones, 2019), Escribir lo invisible (antología personal, nuevas voces editores, 2021), Incertidumbre del nombrar (Sakura ediciones, 2021). Sus poemas han sido traducidos al inglés, vietnamita, árabe, francés y creole haitiano. Es directora del Festival internacional de Poesía de Fredonia (Colombia).


LLUVIA DE HOMBRES

Pienso en una pintura de Rene Magritte en la que un grupo de hombres vestidos con trajes idénticos permanecen suspendidos en el aire, sin que sea posible reconocer en sus formas un indicio de ascensión o caída. Pienso en sus pies separados de Dios y de la tierra, en sus voces reveladas a otros e incomprensibles para mí. Pienso que más allá de ese paisaje, donde nadie lanza un grito y todos asumen su destino de animal misterioso, estamos nosotros, tratando de develar el enigma, parados frente a la lluvia de hombres que nos desconoce, preguntándonos si como aquí, allí también las banderas se levantan y ondean sobre un campo de animales heridos.


SOBRE LA NECESIDAD DEL SUEÑO 

“Tal vez sería dulce reconquistar ahora una música antigua, 
profunda y persistente como el eco de un grito entre los sueños”

Olga Orozco

Más allá de estos muros atravesados por un desfile de formas, secuencia de irrevocables seres cuyos nombres no sabremos jamás, está el otro lado del mundo, ese que nos es revelado demasiado tarde. En su centro permanecen todas las cosas perdidas y recobradas en alguna de las estancias del sueño: la voz del hijo muerto antes de nacer, los nombres que amamos ocultos bajo un friso de máscaras, el hilo que sostiene el propio cuerpo. El resto, son gestos inútiles, palabras conocidas, una ráfaga de veloces visiones para anunciar lo bello y lo terrible. Verdades siempre nuestras en cualquier estación del universo. Jugamos a escondernos en este reino creado a nuestro modo, esta casa de todos y de nadie donde la vigilia siempre espera. Negamos lo otro, el reino oculto detrás de los párpados, el pálpito invisible de la casa donde arde una tristeza inmortal. Mientras aquí los ahogados asumen su condición de animales inmóviles brillando en el fondo del estanque y los vivos desconocen la complejidad del sueño y sus ramificaciones. A ese lado del mundo dos hombres se debaten a dentelladas. El que abre los ojos se convierte en prisionero del día. El que los cierra se asoma a la vida lo mismo que a una palabra por primera vez.   


EL CENTRO DE LA FIESTA

A Daniel

La infancia es una casa sin huésped, dices. Y tu palabra ahuyenta a los que cantan. Basta un gesto para saber que permanecen ciegos a la sombra de la orquesta, detenidos en la madera del oboe, indiferentes al lenguaje secreto del mundo. La infancia es una casa sin huésped, insistes, pero nadie responde. Extraviados, tocan las cuerdas invisibles del aire, mientras sus voces se agolpan, cercanas y diferentes como letras de un mismo alfabeto. La infancia es una casa sin huésped, te oigo decir tantas veces, pero el sonido del timbal es todo cuanto existe, más allá de eso, poco importan tus cavilaciones, tu condición de asmático en la habitación cerrada, tu memoria atravesada por la herida. Esto es lo que temen. Escuchar a un hombre hablar desde la orilla oscura cuando las puertas de la fiesta se abren y Dios baila en su centro. 


SOBRE LAS JAULAS

Allí donde el animal atiende la urgencia de huir, donde la luz desaparece y el grito se hace carne en un lenguaje incomprensible, ningún Dios habla. Todos saben de esas prisiones detenidas en el tiempo, con sus voces huérfanas y sus formas laberínticas. Pasan de largo como por un puerto destruido, tocan sus barrotes como si tocaran los utensilios cotidianos, y en el rostro del tigre cansado advierten una ruina que no es la suya. La permanencia del animal en la jaula semeja la caída del hombre hacia un mundo que lo desconoce, el cuerpo que se precipita, ciego, resistente a los hilos que cortan los dedos. Cada descenso trae consigo una sentencia de huesos y ceniza trazada sobre la frente, una pulsación del índice sobre la región oscura, un ojo que despierta cuando todo se ha ido. Tarde reconocemos que en la boca del tigre también se revela nuestra herida abierta.


SOBRE UN CUADRO DE CASPAR DAVID FRIEDRICH

Un barco se multiplica frente a nuestros ojos, de sus velas penden las espadas que aniquilarán a los hombres. Ningún ángel podrá salvarlos, ahora que los animales duermen lejos y el paisaje se revela en una caligrafía extraña. Caminan hacia él impulsados por un gesto ciego, extraen la sal de la ola para cubrir su herida, mientras la tarde se cierra y la sangre fluye hacia otros lugares. Nadie es lo suficientemente viejo para morir o lo suficientemente joven para salvarse. En todos se revela la sombra y la intemperie. Ahí surge el misterio, bajo los  signos secretos del aire, en el vértigo que no distingue de nombres, en la universalidad de la muerte y de la luz. Aquellos que vagan por la vida como por una estancia del sueño, comienzan a desconocer su destino, observan el incendio en el río y no temen, escuchan el canto de los ahogados, tocan las puntas de las lanzas, y cuando el asesino señala con su rifle, cierran los ojos y esperan. Eso que los lleva a su descenso, los acerca también al origen, en el que extraviados, con la plena ignorancia del mundo, se arrojan al mar y ven sus manos salir a la superficie. A diferencia de ellos, poco puede decirse de los que conocen la inmolación y la niegan, esos que nunca aprendieron de la mosca y su fugacidad o recibieron con humildad los estragos del invierno, para ellos la muerte es una casa lejana, repleta de huéspedes y campanarios, donde nadie más debe entrar. Al final del día no habrá que insistir en la permanencia y esconderse. La tierra siempre abre su pecho para encontrarnos. 


SONIDOS 

“Alguien muere cada vez que elegimos el silencio”

María Clemencia Sánchez

Cada sonido que viene desde el fondo de la casa tiene la forma de un tigre caminando en puntas. El estremecimiento de las cucharas que caen indecisas sobre las losas, su contacto con el suelo que desencadena en la ilusión del vértigo. Aprendimos a recibir con humildad el sonido de las cosas más tristes: la llave sobre la cerradura, el rayo a mitad del día, las cajas de cartón en las que se inscribía demasiado pronto la señal de las mudanzas. Pero nunca supimos cómo retener el camino del cuchillo trazando un nombre sobre el vidrio, ni el golpe del portón tras la despedida del padre. En la cocina la madre custodia la caída, su papel es el mismo que el de un Dios cavando su reino mudo en lo hondo del patio. Al igual que ella las mujeres de la casa aprendieron a rendir su homenaje al silencio, por eso nunca cerraron la puerta antes de la partida.


RETRATO DEL PADRE QUE VIAJÓ A BAKÚ

Antes de que penetrara en los patios con su silenciosa sombra roja, después de su viaje a Bakú, el padre ya había conocido el Islam, caminado la ciudad vieja, el centro de la plaza de fuentes, la playa de las mil y una noches, escuchado a Rain Sultanov en las afueras de un museo, hablado largamente con un amigo acerca de Gari Kaspárov, de  Vladímir Akopián. Pues antes  que de  cualquier cosa padre fue siempre un amante del ajedrez, de las piezas blancas más que de las negras. Ciertamente todo viaje es una preparación, por eso mis hermanos y yo no hemos demorado en el gesto de ese rostro cansado ni procurado las preguntas acerca de la ciudad europea. Simplemente miramos al hombre que descarga por su voluntad las gruesas palabras acerca del tiempo, la geografía y lo lejana que vio estar por un momento a una estrella de la otra. También y sin que se lo preguntáramos, nos ha dicho que prefiere el Lavangi a los kebabs pues nunca le pareció bueno comer cordero. Este es nuestro padre, pese a que la lentitud en su paso nos resulta ahora penosa. Toda meditación, todo recuerdo hacen parte de la formula innecesaria, un intento forzoso por recuperar el objeto perdido en el paisaje extranjero. Padre es ahora una piedra inmóvil en el centro del día, algo que nos mira desde el fondo mudo y misterioso, un ser gigantesco que se defiende de las cosas pequeñas, una isla en medio de todas las islas. 


EN MI DEFENSA

A ustedes,
por quitarme la potestad sobre mis palabras.

Dejé de nombrar la poesía como la única patria, incapaz de reconocer por segunda ocasión la voz de Dios que latía en mi oído izquierdo o el rugir del tigre que vio caer lentamente la luz sobre la casa. Hubo un día en que quise retornar de mi descanso a las orillas de lo banal y lo efímero, pero sentí piedad por esa extraña alegría que descendió veinte años después y fue a caer al centro de mi carne. Nunca se olvida el país de origen, el águila no olvida el nido donde descansan sus hijos, ni el libro la desgarradura de la hoja, por eso la poesía siempre vuelve a mí, como un destino implacable semejante al abismo de los primeros años. Hay quienes me acusan injustamente, se jactan diciendo que no son mías mis palabras ¿y de quién si no? He vivido en las tierras bajas de la incertidumbre, recordando una infancia de trazos incomprensibles, vigilando el árbol eternamente arraigado al centro del patio. Nunca descansé bajo un naranjo, ni vi el mar amarillo que tantas veces nombro, tampoco es verdad que mi padre viajó a Bakú, y que las mujeres de la casa dejaron la puerta abierta antes de la partida. Sin embargo en la hora del sueño todas las imágenes toman una validez absoluta. Nunca escribí sobre aquello que vi, escribí sobre aquello que nunca me será permitido ver, pues dadas las leyes de lo inabarcable, cualquier hombre podría ser forastero de sí mismo y sin embargo reconocerse.


SOBRE LA NECESIDAD DE NOMBRAR

“Alguien debe hacerse cargo de lo que no se sabe”

Jorge Cadavid

No existe aquello que no se nombra, solo lo que se nombra existe, dicen los hombres todo el tiempo, pero hay quienes nombran el mar para acabar con la sed del mundo y quienes nombran la fiebre como si revelaran la aparición del sol entre los huesos. Pregunto por lo que existe, y en cambio escucho a las mujeres dar un nombre al hijo que nunca tuvieron, las veo mecer su sombra hasta el amanecer, mientras llenan de leche una vasija de la que nadie bebe. He visto también a hombres ciegos hablar del relámpago como de un objeto conocido, señalar la intensidad de su luz y su recorrido hasta el suelo, luego están quienes aseguran haber visto a Dios de pie sobre el agua. Entre tanta verdad improbable y tanta visión amenazadora, la incertidumbre es nuestro consuelo. ¿O acaso bastaría con nombrar la cuerda imaginaría para que fuera posible sujetarse de ella? 


INSISTENCIA EN LO INVISIBLE

Es preciso insistir en lo invisible, eso que crece más allá del estallido. En la voz terrible de un Dios que abarca todo sin tocarlo, en la imagen detenida detrás de la máscara, en la vibración del objeto a punto de caer. Entre los acontecimientos más tristes que suceden al hombre, está el no poder manipular lo incorpóreo, darle un molde y sostenerlo a su gusto. ¿Qué resultaría de asignarle un rostro al aire, de reunir todas las palabras que se dicen afuera del mundo, o de tomar una fracción de vacío y saltar? Nadie puede extraer lo que está en el fondo de su propia sombra y tal vez por esto, permanecemos a salvo. Pero hay cierta predisposición al peligro, cierta inquietud rodeando lo visible, un lenguaje incierto para nombrar cuanto no vemos, pero presentimos. Algo en nosotros no se resigna, busca, imagina, indaga, extiende su mano abierta, sabe que nunca alcanzará nada, pero aun así la cierra para no perder lo desconocido.

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