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ANTOLOGÍA: M. E. ESPITIA

M. E. ESPITIA. Cali, Colombia. 93’. Escritor y publicista colombiano, reconocido en varios festivales mundiales y nacionales de creatividad. Mención de honor «Bogotá en 100 palabras», con su microrrelato «Zoogotá», (2022). Autor del libro de cuentos «Cuerpos Puercos» (2022), las novelas «El Reductor» (2021), ambos de Nueve Editores, «Rabia» (2020): mejor Libro de Narrativa Fallidos Editores y «Nacidos para ser escritos» (2019), publicado por la misma editorial. Cuentos como «Solitaria» (2021), de la Antología «Voces habitadas», «Brote de risa» (2020), de la «Antología Conspira», ambas de Nueve Editores, «La muerte del sol» (2020) «Antología Sumergirse» de Fallidos Editores, hacen parte de su más reciente entrega. Escribió seis relatos de crimen publicados en la «Antología relatos de la oscuridad» de ITA Editorial y en la Revista Digital de Artistas de Buenos Aires.


APETITO DE EVOLUCIÓN

En esta ocasión, quiero contarles sobre una ejecución pactada por dos partes, M y H. Nada es ilegal aquí, porque el fin era evolutivo y los medios, instintivos; por tanto, ningún proceder podía ser juzgado racionalmente entre ellos. No habría nunca culpa ni castigo, solo la satisfacción del progreso de sus seres.

M y H comenzaron mirándose. No recordaban cómo se conocieron, ni cuándo ni dónde, pero fue una mirada que marcaría su inevitable fin. Luego se dieron cuenta de que, cuando hablaban, se entendían; bueno no solo conversaban, filosofaban, teniendo pensamientos conexos y llegando a conclusiones semejantes. Más adelante empezaron a salir, hasta que los dedos de sus manos se tocaron, no sabían si por primera vez. Y ese toque, creó el vicio. Ahí llegó el tacto de sus cuerpos, fueron como el vino con el mejor cuerpo y el catador con mejor paladar. Las manos jugueteaban por sus pieles, pero también usaban todo el cuerpo, se frotaban en esa lava del sudor, que luego se secaba en la paz postántrica. Más adelante probaron el gusto, se probaron, sabían diferente, sus sabores sentían sus saberes, estaban lamiéndose las mentes, las auras, tenían rincones favoritos, los pezones. Se besaron los tatuajes. Todo esto pasó apenas en meses, fue progresivo y simbólico.

Era un estudio anatómico y minucioso. Cuando llegaron a sus ombligos, se preguntaron sobre el origen, se pusieron sus oídos en el vientre, se detallaron la cicatriz de ese cordón umbilical, primigenio, de vez en vez se hacían cosquillas con la lengua y reían en el entretiempo del placer. Pero luego empezaron los rasguños, se sintieron como felinos, se mostraban los colmillos y de vez en cuando se mordían sutilmente por simple juego de azares, y por si el otro desarrollaba algún placer al sentirlo. Poco a poco fueron entregándose a ese desenfrene, lo llamaron «mordiscos gustosos» y se justificaban por el masoquismo placentero del coito. Todo iba más allá, entendieron que sus conductas eran intencionales, que su proceder tenía una explicación psicológica. Los mordió alguna fuerza cuando eran niños y eso les generó un trauma gustativo. También adoraban la cena, la noche, las velas o las luces artificiales, todo lo que fuera cliché en el romance, lo que pudiera hacer parte de una escena cinematográfica. Lo curioso era que todo avanzaba, su unión era progreso y evolución. Luego de los mordiscos llegaron los morados, las cicatrices, las heridas, que requerían tiempo para sanarse y volver a sentir la libido, esa sangre era la excusa para no volver a unirse en el sexo. Debían reposar y allí encontraron la quietud de sus aguas, la pausa y la respiración, una suerte de meditación curandera; fueron entonces sus propios alquimistas, los chamanes y guardianes del espíritu mutuo. Encontraron que ellos mismos eran sus propios enemigos y empezaron entonces a protegerse. Así pasaron diluvios. Y cuando de pronto escampaba al nivel de la llovizna, decidieron arrancarse la epidermis. Devorarse de a poquitos por la escasez de alimentos. Los animales se habían extinguido y ya solo quedaban sus mascotas.

Al principio utilizaban sus dientes para arrancarse esas capas de pieles externas que iban a mudar pronto. No podían salir a la calle porque el diluvio universal anunciaba una posible inundación. Comenzaron a afilarse los colmillos y fortalecieron los dientes molares. Se los lijaban con limas, para que quedaran como cuchillos de sierra, con los que pudieran perforar la piel de sus cuerpos, sin utilizar cuchillos ni tenedores. Hembra ayunaba. Macho no podía, debía comerse un poco de su espalda. Hembra lo entendía. Entonces era cuando debían volver a esperar para volver a comer carne y mientras tanto, se comían las plantas de sus jardines y los frutos de sus huertas. Tenían dos opciones: reproducirse o sobrevivir ellos como únicos habitantes de la única aldea del mundo.

La sorpresa fue cuando pocos días después de los mordiscos, la carne se reconstruía. Las células se regeneraban paulatinamente. Entonces empezaron a comerse de a poquitos. La lujuria no cabía allí, ni el placer, solo una templanza aberrante. Impensable. No podían comerse rápidamente, porque entonces se acababan, debían dejar algunas células que se reprodujeran los suficiente para reemplazar la carne carcomida. Pero un día se cansaron de la paciencia y se mordieron arrancándose el pellejo desaforada y aleatoriamente. Mordiscos aquí y allá y una misteriosa regeneración instantánea. Escribían, en sus cuerpos desnudos, todos los sabores que sentían. Pintaban, rayaban, tachaban. Fue cuando se enamoraron de sus pieles heridas. Hembra también mordía Macho y lo rasguñaba, luego le chupaba la sangre. Pero de eso no hablaban conscientemente, solo en el éxtasis.

Se tapaban las heridas con pedazos de tela. Se vestían de a poquitos, después de desvestirse de a mucho. Había pequeños brotecitos de risa. Luego, un poco de queloide. Pero cuando tenían mucha hambre, aguantaban el dolor. Afuera no había nada que les apeteciera, los restaurantes estaban abandonados, ya no les hacía falta pensar en qué plato debían escoger, elaboraban cerveza con su orina y hacían vino con su sangre. Se convirtieron en plantas carnívoras que se comían a sí mismas. Luego, comenzaron a cocinarse. De vez en vez se tajaban un pedacito de carne de alguna parte de sus cuerpos que ya estaba sana, así que dejaron de comerse en la cama para engullirse en la mesa, estudiaron cocina, todo fue pragmático, ellos mismos se enseñaban y la proteína de sus propias carnes los dotaron de una inteligencia y creatividad absurda que se notaba tanto en sus encuentros sexuales —si así se podían llamar— como también en las prácticas gastronómicas.

Era lo más parecido a la inmortalidad el hecho de regenerarse tan fugazmente, eso hacía pensar que eran indestructibles y que el placer de degustar sus cuerpos los hacía más invencibles. Alimentándose, estaban nutriendo sus células, y esto iba más allá de una descendencia; no esperaban que un ser naciera del vientre de H, no lo hacían para procrear, sino para procrearse, para que sus células fueran las únicas en reproducirse, de ese modo no tenían sentido de supervivencia, ellos mismos eran la supervivencia.

La pregunta no era lo primero que iban a comerse del otro. M, por supuesto, estaba obsesionado por una rebanada de las nalgas de H, y H tal vez prefería primero sus labios, pero eso no les preocupaba, la cuestión más transcendental era lo último que se devorarían.

—Yo, tus ojos, para que me sigas viendo hasta el final, M.

—Yo, tus manos, para que no dejes de tocarme.

Su mayor miedo era que se acabaran, como se acaba una paleta con el sol; les aterrorizaba la hipótesis de que sus carnes no volvieran a regenerarse. Claramente para M era más fácil acabar con H, porque H no tenía las fibras musculares de él y su carne era más blanda. H era dócil y dulce, pero M era espeso y crocante. La carne de H era grasosa, M lo descubrió fritándola, cumplió su propósito de ir por el rabo de ella. Llegó el invierno y, con el frío, también el ayuno. Una práctica obligada para unos hedonistas como ellos, porque el calor aceleraba la regeneración, pero el helaje la detenía.

Así que aguantaron el hambre, se despidieron y se echaron cada uno en un lado de su cama. Habían guardado reservas de alimento en sus cuerpos, sabían que debían hibernar y no tenían idea de cuándo despertarían. Esta era su forma de meditar. Habían preparado sus espíritus para las sesiones permanentes de desdoblamiento, en las que irían de paseo sin salir de sus casas, solo de sus cáscaras físicas, viajarían a la velocidad de sus pensamientos. En sus astrales. ¿Se hallarían allí, adonde fueran? Lo tenían claro, iban a encontrarse y, además, a hacer un experimento en su regreso.

Durante los viajes astrales, que hicieron con sus manos conectadas, M y H intentaron unirse, estar lo más cercanos el uno del otro; hallaron al Ser Luz; abrieron cada uno el tercer ojo; se vieron las palmas de sus manos, ya no tenían líneas; habían desaparecido sus ombligos; sus rostros eran cada vez más parecidos el uno del otro; H no tenía senos, M no tenía miembro viril. Visitaron a los sirianos, a los reptilianos, fueron a la Estrella de la Mañana, vieron a Lucifer, conocieron a Rebis. Largo tiempo duró el letargo, y en sus mentes pasaron casi cien años luz. En un momento creyeron estar sin vida. Pero sus pensamientos no querían volver a sus cuerpos, ¿o no podían?, pero ¿hasta qué punto, ese mundo creado por ellos se les hacía más interesante que el mundo «real»?, se preguntaban. Este Edén, era lejano, y mucho más versátil, libre y flexible que el pequeño rincón del mundo en el que se hallaban juntos. Podían lograr lo que se les ocurriera, se sentían creadores, luna y sol, agua y fuego, tierra y aire, eter y arjé, principios primordiales. Mientras tanto, los cuerpos de M y H seguían en sus camas, inmutables, pero se reconstruían, ya no conocían sobre el deterioro, no sentían la pesadez de la materia, ni el paso del tiempo; se rejuvenecían, sus cuerpos atléticos recuperaban los músculos, las fibras, sus pieles aceitadas por el sudor, latían como si sus corazones estuvieran desnudos, sin cascarones.

Los astrales probaron los elementos esenciales de los otros mundos, alucinaron, alcanzaron la sabiduría absoluta, comieron de las carnes de los dioses, probaron los animales extraplanetarios, respiraron el aire de mercurio, flotaron en la ingrávida antimateria de Venus, fueron traspasados por cometas; y allí, en el infinito, sintieron al fin el hastío, la necesidad de volver a la materia. M volvió al cuerpo de H y H, al de M. Lo habían pactado y lo lograron, porque viajaron conscientemente a través de su inconsciente. Entonces, el coito eterno continuó. Afuera, el diluvio universal era estruendoso, los tejados estaban por zafarse, la casa retumbaba por los vientos post-invernales. La lluvia no había cesado entonces, desde que decidieron encerrarse en su casa compartida. El cielo seguía gris, lo veían desde sus ventanas abiertas, ya no usaban persianas, pues nadie estaba afuera como para verlos, a veces granizaba, y ese sonido se confundía con el jadear de los cuerpos. Afuera el frío y adentro la humedad de su calor, las pieles estaban por derretirse, los corazones bombeaban sangre hacia los genitales estériles, era la danza del fuego, un ritual pirómano, un sacrificio a los dioses que se habían comido, los miembros chispeaban, casi que podían generar llamas, eran diamante y esmeralda. Apolo y Dionisio. Dejaron de ser Hembra y Macho y pasaron a ser Hombre y Mujer. M estaba roja, H estaba verde. Los cuerpos se sentían moribundos. La piel de H pasó al morado. M estaba asustada, y pasó al amarillo. H no paraba de frotarse con la piel de su hembra. M empezó a llorar, al ver los ojos de H perdidos en la nada, sin parpadear, irritados, como emitiendo sus últimas reacciones.

—H, detente, detente, detente.

H parecía no escuchar. Su corazón latía al ritmo de las gotas al caer al tejado. Una gotera traspasó las tejas y mojó el cuerpo ardiente de H, que se detuvo repentinamente, en un infarto. Había llegado la noche y ninguna luz de afuera iluminaba el cuarto de los amantes. M se levantó y cerró los ojos de H. El astral de H entró al cuerpo de M. Ahora eran ambos astrales dentro de un cuerpo. M dejó reposar el cuerpo de H.

Cuando volvió el invierno, M cortó a H en pedacitos y lo guardó en su nevera, y echó sus huesos como abono para las plantas. M se alimentó de H por un largo año, y así fueron entonces los dos en un solo ser. Cuando H se acabó, M empezó a comerse a sí misma y así quedaron solo sus manos, que escribieron esta historia.

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