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ANTOLOGÍA: HERNÁN VARGASCARREÑO

HERNÁN VARGASCARREÑO. (Colombia, 1960). Docente de literatura egresado de la UIS. Editor del sello Ediciones Exilio. Traductor de los libros ¿Quién mora en estas oscuridades?, de Emily Dickinson; Antología Spoon River, de Edgar Lee Masters; Antínoo, de Fernando Pessoa; Pájaros extraviados, del Premio Nobel Rabindranath Tagore y Solo una vez vemos el mundo, de la Premio Nobel Louise Glück.

Autor de los libros País íntimo (2003), Piedra a piedra (2010), Tempus (2014), El viaje (2014), Montuno (2016), El niño que no sabía jugar a la paz (2017), Cuerpo laborioso (2019) y Lectores (2020).

Entre otras, sus trabajos literarios han recibido las siguientes distinciones: Premio Nacional de Poesía Antonio Llanos (2000), Segundo finalista del Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá (2002), Premio Nacional de Poesía sin banderas de la Casa de Poesía Silva (2003), Premio Nacional de Poesía José Manuel Arango (2010), Premio Concurso Nacional de cuento Ministerio de Educación-RCN (2012) y Finalista del Premio Nacional de Poesía Ministerio de Cultura (2017).

Fotografía de portada por José Hidalgo.


El silencio

A esta hora los montes callan por unos instantes. Ningún canto, ningún silbido animal se deja escuchar. Solo ocurre a esta hora, siempre; y en este silencio total solo escuchamos el latir de nuestros corazones y la queja de nuestras tripas. Ni siquiera nuestros pasos suenan. Entonces, Pascal y yo nos detenemos llenos de espanto y nos miramos aterrados; nos sentamos y esperamos un rato. No se puede retar este silencio. Pero apenas las sombras bajen y lo cobijen todo, la noche empezará a hablar, los muertos volverán por sus caminos y acompañados de sus sombras podremos seguir camino a casa. Pascal vuelve a mover la cola, y callados, reanudamos nuestros pasos.


Dos hombres

Dos hombres, solo honor, destajan el aire con sus cuchillos ante la campesinada silenciosa que los observa. Son dos sombras brutalmente enfurecidas envueltas en la polvareda que levantan y solo se detendrán cuando hayan marcado el día con la muerte. Toda la violencia del mundo que presiento y temo en mi propio cuchillo, muestra ahora su terror ante mis ojos.

Luego de varias heridas, los dos se tasajean los vientres al mismo tiempo. El brillo de sus armas caídas se oscurece y en vano intentan detener sus vísceras entre sus manos. Recostados de frente, uno al otro, van cayendo ante toda la sangre del mundo entre un lento abrazo agonizante. Mi tío Pablo no me ha dejado ir a mirar sus rostros, pero mis primos mayores me contaron cómo es el gesto de la muerte. Pronto el polvo se beberá la sangre y borrará con el tiempo toda huella. Lo que en verdad cuenta para esta hombrería, es aquel asunto del honor, que ha salido intacto para
tranquilidad de los parroquianos.

Sucedió a mis once años, pero medio siglo después dos hombres siguen acuchillándose en la polvareda del tiempo.


Filos

Es la hora en que las montañas ocultan sus filos tras las neblinas, esos vahos de los dioses que no abandonan a sus hijos relamidos por el monte y aromados por sus almizcles de sombra. Y no sabemos qué nos causa más temor, si el eco de los gritos de los pájaros que no se ven, si los filos transfigurando sus
siluetas, si las neblinas engullendo tenebrosamente el mundo o las sombras todas del universo, suaves serpientes que se deslizan en silencio y anidan pecho adentro.


Cuchillos

Con este cuchillo he matado varios animales, he capado verracos y he abierto exquisitos frutos -nunca quisiera matar a un hombre. Siempre lo llevo al cincho. A los seis años me lo entregó mi padre: Esa es su hombría mijo, a cuidarla.

Cuando lo afilo en silencio, brotan de la piedra mis extraños pensamientos, los que voy afilando también para mis futuros días. Cuando lo hago brillar poniéndolo al sol, pienso en la vida de otro hombre, tan oscuro como yo.

Apenas tiene unos centímetros, y sin embargo, es el único límite entre dos machos de estas montañas. Por él se nos va la vida en un instante. Por eso lo respetamos tanto, por eso nunca lo mostramos y lo acariciamos en secreto como algo sagrado. Tan brillante él, pero tanta sombra que hace.


Caminos del destierro

Mira hijo, cómo esos helados ramajes se beben las neblinas que un día se volverán cantos de pájaros.
Y en vez de polvaredas o de vientos o de llamas, es una música inmóvil la que consume estos paisajes.

No quiero mirar los filos
de las montañas, madre.
Parecen cuchillos que tajan los cielos.
No quiero escuchar sus silencios.
Siento que me rompen por dentro.

Recíbelos niño, como pequeñas ofrendas. Y oremos. Ahora somos hijos del monte. No olvides que vamos solos y que somos sus viajeros.

Parece, madre, que la neblina
se detiene unos instantes
para ver pasar nuestras sombras.

Esas sombras no son nuestras, hijo. No somos nosotros los únicos que pasamos, es el tiempo que también huye de estos riscos.

¿Y para quién ese canto oscurecido
de esos pájaros que se oyen pero no se ven?

Para la nada que vive en estas montañas, y para nosotros hijo, para nosotros; ahora que pasamos por la nada algo de cantos le viene bien al alma.

Madre, quiero salir de estos caminos,
todo me da miedo entre estas neblinas.

Saldremos hijo, saldremos. Pero ya nunca podrán abandonarnos. Un día lejano
contarás a otros estas soledades.

Madre, hubo una vez un grito como un trueno
que nos expulsó de nuestro terruño, ¿cierto?
Recuerdo que una sombra sepultó la casa
y mi padre tuvo que matar limpiamente
a un hombre. ¿Es por eso que huimos?

Sí hijo, la sombra de ese aullido y el peso de ese trueno es lo que nos impulsa.

Madre, ¿son estos los caminos del silencio
de los que me hablaste?
¿Y por qué este día nebuloso
es tan largo y no se acaba?

Tranquilo hijo, ya pasamos el largo Filo del Oscuro; solo nos falta atravesar el Farallón de la Cuchilla. Salgamos pronto de estos parajes signados por el olvido, no hay sea que nosotros también nos volvamos el olvido.

¿Y para dónde vamos, madre?
¿Quién nos espera al otro lado?
¿Qué haremos si no encontramos ni un alma?

Es fácil hijo: tengo sed, pero no de agua.
Voy buscando mis otros hijos, sus hermanos.
Busco otra casa
que no esté hecha de sombras.
Allá lejos, en los abajos más lejanos
que aún no se divisan,
en los verdes donde viven las claridades,
en alguna parte de este mundo
tiene que estar el mundo para nosotros.
Hacia allá vamos
mientras seamos el camino.

Ahora recuerdo claramente:
lo habíamos perdido todo,
y sin embargo, algo resplandecía
al final de la jornada.

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