LUZ, POESÍA Y LA FRAGILIDAD DEL CUERPO: UN TRÍPTICO DE LO EFÍMERO

Por Juan Guillermo Lera.
Hallazgo Librería de Paso
21 de noviembre, 2025.
Condesa, Ciudad de México.
La palabra le ha sido dada al hombre
para dejar testimonio de su transito.
Hölderlin
La luz es también, desde siempre, uno de los lenguajes fundamentales del ser. No solo revela las formas: las crea ante nuestros ojos. En ese gesto de aparición se encuentra también la esencia de la poesía, que alumbra con palabras aquello que, sin ella, permanecería oculto o apenas intuido. Entre la luz y la poesía transcurre un diálogo silencioso que, inevitablemente, toca al cuerpo humano —ese territorio vulnerable donde la claridad y la sombra se alternan como estaciones del espíritu.
En Formas de la Luz , poemario de Valentina Rojas, la fragilidad del cuerpo vuelve significativa la luz y el resplandor de la luz transfigura todas las inconsistencias del cuerpo.La fragilidad es lo que vuelve significativa. El libro confronta al lector: Si fueramos indestructibles, ¿necesitaríamos la claridad? ¿Buscaríamos el consuelo del amanecer o esa revelación íntima que ofrecen las cosas cuando la luz se posa sobre ellas ? El cuerpo, consciente de su límite, reconoce en la luz una forma de esperanza:aunque somos materia que se desgasta, también somos capaces de contemplar y ser contemplados, arder por instantes en un brillo que no nos pertenece del todo. Dice la poeta, en el primer poema:
El sol llega
a la palma de la mano.
Intentamos beberlo
a sorbos
bajo una mirada de araña
oculta en las paredes.
El golpe de la luz
atraviesa el velo
que reclama el aire.
Desvanece la herida.
La luz tiembla y el cuerpo es materia endeble que se quema.La luz no es solo un fenómeno físico: es una forma de tocar. Arriba, siempre antes que el gesto, antes que la palabra, antes incluso que la memoria. Cuando cae sobre el mundo, no se limita a mostrar lo que es, también lo transforma. En ese ademán de revelación —a veces suave como polvo dorado, otras veces violento como un filo— la luz inaugura un territorio donde el cuerpo humano se vuelve consciente de sí mismo: del límite, deterioro , de la propia transparencia.
La poesía nace allí, en el breve parpadeo entre lo que somos y y la vibración oculta detrás del latido. Quizá por eso el poema se parece tanto a un amanecer: ambos intentan que algo vuelva a existir, aunque sea por instantes. La palabra poética no ilumina la piel, pero sí aquello que sus pliegues contienen: el temblor, el miedo, la respiración herida, la ternura que se derrama sin aviso. Es una luz interior, una claridad que no depende del sol, sino de la necesidad humana de nombrar lo que duele y lo que asombra. Dice la poeta en el texto que titula el libro:
Yo también tuve miedo
No podía reconocer que la luz
se manifiesta de diferentes formas
A veces hay que inclinar la cabeza
escudriñar bajo las ruinas,
ser náufrago entre las voces que oímos.
Subir las escaleras de la sospecha,
temblar, pero de osadía,
y encontrar que la belleza
a veces
se viste de cenizas.
El cuerpo, frágil por naturaleza, es el escenario de esta doble iluminación. Somos criaturas que se desgastan, enferman, se quiebran, que tiemblan de frío o deseo. Esa vulnerabilidad convierte al cuerpo en una superficie sobre la cual la luz escribe y la poesía traduce. La materia frágil es el territorio donde se inscribe la experiencia humana, y de tal pericia emerge el poema. La claridad traza sus contornos, marca cicatrices, resalta texturas; la palabra, en cambio, intenta desentrañar, comprenderlos. Cuando el hueso se quiebra,la respiración se entrecorta, el lenguaje transfigurado busca el modo de escudriñar y captar la efervescencia que excede. Es en la herida donde los versos cifran el motivo más profundos: otorgar el nombre a aquello que rompe, desborda. En esa búsqueda aparece el extraño consuelo: la conciencia de que la fragilidad no es una falla, sino nuevo lenguaje.
Hay momentos en que la luz cae de tal manera sobre el cuerpo que lo vuelve casi transparente. Se advierte entonces el misterio de lo vivo: latido que insiste, respiración que continúa, sombra que acompaña como segunda piel. El poema intenta capturar esa traslucidez. Persiste aún ante la imposibilidad de la captura del instante, porque en tal paradoja radica precisamente la liberación de la oscuridad absoluta.
La poesía surge cuando la luz y el cuerpo dialogan. A veces se trata de un rayo que toca el hombro y, al hacerlo, devela una historia. A veces es la penumbra sobre un rostro que acaba de llorar. Otras, el instante en que la luz se retira y deja el cuerpo solo con su debilidad, como si dijera: El poema aparece como respuesta, como una forma de sostener lo insostenible.
Quizá por ello la poesía es indivisible de la luz: ambas sintetizan el núcleo de la fugacidad. El fulgor se apaga cada tarde. La poesía, aunque permanezca, nunca puede alcanzar del todo aquello que describe. Y el cuerpo, entre ambas, avanza con la dignidad silenciosa de quien sabe que es finito.
En última instancia, la relación entre la luz, la poesía y la fragilidad del cuerpo es un recordatorio de lo que somos: un parpadeo en el tiempo, forma nimia que resplandece sólo un momento antes de desvanecerse. La brevedad de la existencia propicia la búsqueda de la belleza, que abracemos la palabra , que la luz atraviese,m como si pudiera salvarnos.
Porque tal vez pueda.
Al menos, mientras dure el poema.
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