ANTOLOGÍA: JESÚS GARCÍA JARDÍN

JESÚS GARCÍA JARDÍN. Nació en Caracas, Venezuela, el 22 de agosto de 2001. Actualmente radica en Pachuca, México. Estudiante de Ciencias de la Comunicación en el ICSHu (UAEH). Escritor de poemas y cuentos.
Caracas
¿Qué habita en la mirada del náufrago?
Calles que se repiten
al parpadear,
edificios suspendidos
en el aire,
destellos fugitivos,
líneas discontinuas
que dibujan en el espacio
una ciudad lejana.
Algunos la llaman
Sucursal del cielo,
otros,
del caos.
¿La Gran Caracas?
De aquello sólo quedan vestigios,
ecos ocultos en las grietas
del concreto.
Voces fragmentadas
en un porvenir
extinto.
Esa ciudad
condenada a la nostalgia,
de callejones que albergan
el esqueleto de los
días muertos.
Pasillos que se disipan
entre la bulla
de quienes no están.
Fantasmas sin retorno.
En esa ciudad
el cinetismo
transmuta en alas,
en el vuelo de guacamayas
que enciende el cielo
de este a oeste.
Cerros de ladrillos,
donde abunda el hambre
y la ley es el hierro.
Donde el hampa se disuelve
en las lágrimas del malandro.
Todo es una velocidad,
un vaivén vertiginoso,
un echar pa’lante constante
que revienta,
inevitablemente,
contra el inagotable desencanto;
mismo que se infiltra
en las maletas de quienes
parten ante la necesidad.
El motorizado marca la pauta,
el viandante danza.
Angelitos negros se sumergen
en las fuentes,
acaso,
en busca de la fortuna carente.
Las madres curan sus penas
bañándose en café.
Los vagones se alimentan
de almas poetas
y azules sueños.
Coloridos diablos bailan
bajo mortecinos faros,
derramando la última gota de ron
sobre los abatidos rostros.
Mientras algunos se resguardan
en burbujas aterciopeladas,
los valientes se camuflan
de óxido,
se inmiscuyen en los pliegues
de la noche
dejando sus huellas
multicolores en las paredes.
Diferentes lenguajes,
diferentes formas de afrontar
el vacío que emerge del silencio
de una ciudad que vaga
fuera de los límites del tiempo,
del espacio.
¿A dónde se fue Caracas?
A la mirada diáfana del náufrago.
El mismo que observa la ciudad
desplegarse en sueños,
el mismo que converge
insaciablemente
en los tintes del ayer.
Caracas, múltiples espejismos,
corredor sin salida.
Laberinto y minotauro
por igual.
El hilo no es más que el inicio.
II
Caracas,
dicotomía salvaje,
signo fugitivo
donde dormitan
alternas realidades;
zaperoco armónico.
Imposible llegar al núcleo.
Su esencia
transita en aristas
discontinuas,
donde el discurso
se quiebra
y toma la forma
de lo indefinible.
III
No pertenezco más,
sólo deambulo
entre imágenes e impresiones.
Cómo huir del inevitable porvenir
y resguardarme
en lo que no existe más
Cómo salir del exilio que encierra
la memoria,
y desprenderme de la difusa
silueta de este laberinto,
que es sólo
el reflejo
de lo que solía ser
mi hogar.
La forma del poema
Un sueño se disuelve
en el contorno
de otro sueño,
donde yace la forma
de un poema;
aquella silueta sugerente
encierra signos difusos,
memorias invisibles
de alguien más.
La vigilia me desprende
de sus bordes,
de su fugitivo contenido.
El olvido,
diáfano,
teje un puente onírico
hasta ahí,
donde yace
el vestigio de un poema
que dormita en el seno
de un sueño ajeno.
Los dientes de la mujer que amo
¿Alguna vez han visto los dientes
de la mujer que aman?
Podría escribir sobre su rostro,
ese que acaricia a los espejos
con su tenue luz primaveral.
O acerca de los peces,
traslúcidos, que circundan
en las esferas de su mirada.
O de sus manos, capaces
de esculpir el tiempo
con un sutil movimiento.
Podría, incluso, escribir acerca
de sus manías absurdas.
De su fijación con los
terrones de azúcar,
o de esa forma,
tan particular,
en la que se desprende
de la realidad al observar
los vagones pasar.
¡Yo sólo quiero ser parte
de su mundo,
de las impresiones
que lo mueven!
Podría expresar cuánto la amo,
¡cuán hermosa es!
Sin embargo, mi existencia
se quiebra en dos
cada vez que contemplo
sus dientes.
Pequeños trozos de mármol,
apilados unos al lado de otros,
irregulares, astillados,
algunos levemente inclinados.
Qué placer es verla reír.
Ver sus dientes, un tanto
amarillentos, como la luna
en pleno ocaso.
Quizá, se deba al café,
café con leche, oscuro
–dos terrones de azúcar,
por favor–.
Y menea la cucharilla,
mientras muerde la
colilla de un afortunado cigarrillo.
¡Qué envidia!
Nubes salen de su boca,
y ríe, y habla y es imposible
no admirar aquella dentadura
manchada de carmesí.
Se asoman tímidamente
cuando mordisquea sus labios
en los instantes de fervor.
O cuando atenaza sus uñas
ante la fascinación de un verso
de Rimbaud.
¡Oh, Berenice!
No dejes de sonreír.
Muéstrame esos arlequines
que se ocultan detrás
de tus colmillos,
con sus trajes de coloridos rombos.
Y danzan, y saltan de alegría,
deslizándose por el esmalte de
aquellos dientes,
esos que tanto me hacen falta,
cuando lo único que
quiero es observar
tu sonrisa, tan juguetona.
Anhelo llevarlos marcados en la piel,
como el más preciado
vestigio de amor.
Una sonrisa, un gesto, una mueca,
es suficiente para delatar
mis intenciones de amarte
y admirarte cada día,
cada noche,
cada vida.
Esa sonrisa
y esos dientes
de la mujer que amo.
Guárdame esta noche
Guárdame esta noche, cariño.
Eterniza mi nombre en un suspiro.
Ahoguemos este sentir en la infinidad
del universo, en su insondable manifestación.
El mañana es incierto,
nuestra condición mutable.
Sin embargo, encuentro
en el latir de las pieles,
en la unión de las comisuras,
la posibilidad de lo eterno.
Esta noche somos inconmensurables
ante los ojos del tiempo.
Idea, abstracción.
Sin sucesión, sólo un continuo ahora.
Guárdame.
Los susurros de la noche
I
Los susurros brotan de la noche,
se enredan en mis sueños
y recorren el laberinto
que se revela ante el espejo
de aquella otra realidad inconexa.
Ahí almaceno el reflejo de unos ojos,
el eco de una voz rota,
el destello de la ausencia.
El quiebre es inevitable,
el cristal no soportará más.
Una inescrutable sensación me invade
mientras los susurros
tejen sus nidos
en los rincones más vulnerables.
II
Cuando el espejo cede y se hace grieta,
me escondo en los pliegues del tiempo,
esa región difusa y extraña;
ese no-espacio.
Desde ahí
lo observo todo
sin ser parte de nada.
Descanso en la inexistencia.
Ahí el río no fluye,
no soy parte del mundo,
no estoy adentro ni afuera.
Ahí simplemente
no soy.
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