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ANTOLOGÍA: LEONARDO TORRES LONDOÑO

LEONARDO TORRES LONDOÑO nació en Bogotá, en 1959. Vive en Francia donde ha sido profesor. Ha publicado «El beso del arcángel» (Caracas, OT editores) escrito al alimón con la poeta venezolana Ana María Hurtado, y «Las brújulas rotas» (Bogotá, Taller de edición Rocca).


Los mangos

Los mangos batían la noche al caer.
De un golpe seco afirmaban su retorno a la tierra,
Volvían a ser semilla.

Atabal secreto, formaba parte del nocturno
que acompañaba el vuelo de los chimbilaes,
El sesgo de la comadreja por el rastrojo.

Todo era Adivinanzas.
La luna y los sueños se repartían
El resto de la oscuridad.

Los disparos llegaron luego,
Abolieron los fantasmas de tan claros,
Como el peor de los soles.

Del misterio sólo quedó el temor.
La Muerte no deja dudas
Sus frutos se encarroñan por siglos bajo la tierra.


Falso positivo

Su rostro, a pesar de la tierra,
está marcado por la sorpresa
de haber perdido la vida,
perdido su nombre,
la vida, su nombre y todo, de un disparo ;
las preguntas quisieran brotar
como raíces de su boca enlodada,
incapaz de decir quién es,
de dónde viene,
negar la falsa identidad que le atribuyen.

Ha perdido a sus padres, no por muertos:
El muerto es él
Y le borraron las líneas de la mano
de mentira en mentira,
De ardid en ardid,
Con disimulo,
Engatusándolo
Hasta vendarle su candidez con una máscara de carnaval.

Le inventaron un sueño, una ambición
Para después de muerto:
« -Ya verás cómo a tu vez los engañas- ».
En sus bolsillos le pusieron el grito confuso de una bandera
Pero no tuvo nada que aprender :
Sólo era quedarse allí,
Dejar caer su propio cadáver en la fosa
Y luego, silencioso bajo la bota del verdugo,
Posar no más:
Títere a palos,
Títere más que nunca de invisibles y poderosos hilos,
Falso positivo,
Vil tramoya.


SIN TÍTULO

Habría salido el sol, todo su espectro
se hubiera desprendido de los páramos donde la longitud del rojo se ensaña en los manantiales y la niebla se enrosca en los corazones con el aliento de las víboras; 
y los cuchillos son, y los engaños son, y los disparos.
Hubiera sido otro día, no un día más sino otro, de veras otro,
para dejar el odio en los cajones y el agobio,
un día para querer creer,
creer que algo nos queda entre las ruinas,
que quienes siembran con tanto lujo y tanto ahínco el plomo de la codicia en sus retoños
no se llevaron todo lo bueno que en nosotros cabe.
Un día para contar los muertos,
para contarles a los muertos,
no como hoy, no,
que vendríamos pronto con algo más que palas, con algo más que flores a buscar sus tumbas, sus tumbas de verdad y la verdad adentro de sus tumbas.

Y devolverle, quizás, sólo quizás, la tierra a las semillas.

Pero…
Sombra, sombra, sombra.
Contra vientos y mareas,
Porvenir de sombras.


CERROS DE MONSERRATE

Son azules las montañas, no cabe duda.
Lo dicen los poetas que las ven cada mañana y
cada mañana intentan ponerles un nuevo color, pero fracasan.
Al fin y al cabo el verde no es más que un azul mestizo
y los eucaliptos no saben muy bien de qué color tienen sus hojas.

Son negras las montañas, no cabe duda.
La Noche lo confirma en cada una de sus noches y
ninguna se ha atrevido a darle una opinión contraria.
Negra es la tierra, el hormiguero,
negro es el hollín del rencor en los fogones.

Son grises las montañas, no cabe duda.
Nadie las ha visto esta mañana entre la niebla y
si alguien se acercó para tocarlas, niebla eran sus manos.
Cada cual tiene su jardín secreto, sus zonas grises
donde ponerse al revés, y sin ser visto, los calcetines sucios.

Son rojas las montañas, no cabe duda.
Lo sabe el sol que ha contemplado sus espaldas y
cada tarde les regala de su reflejo escarlata los rubores.
¿Acaso no son rojos los ladrillos apiñados, peligro arriba, bajo los techos,
febril el flanco de quienes cuelgan la vida en la inconstancia de sus barrancos?

Son verdes las montañas, no cabe duda.
Todos lo juran, apostarían a ciegas por ello y
ponen a los árboles como testigo: los nogales, ellos, no dicen nada.
Es verdad, la clorofila habla por la botánica, los juncos de sus humedales,
y hasta el verde que añadieron al lugar común de la esperanza.

Son de todos los colores las montañas, no cabe duda.
Blancas son las canteras que atentan contra su sexo de musgos y
a sus aguas desahuciadas les prometen el color plural de los desechos.
Junto a los perros pardos gimen los disparos, el eco dominical, abigarrado, de la ciudad
que al amparo de sus faldas halló un oriente más cierto, más cabal, que el de los dioses.

Poco importa el color de las montañas. Están allí. No cabe duda.
Y le dan su color a la memoria.

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