ANTOLOGÍA: ESTEBAN HINCAPIÉ BARRERA

ESTEBAN HINCAPIÉ BARRERA. Bogotá, 1974. Cursó la carrera de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Director y fundador de Editorial Babilonia. Creó el curso Introducción a la Edición Literaria en la Universidad de los Andes. En Editorial Babilonia ha publicado autores y obras como: Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo y El rumor del astracán de Azriel Bibliowicz, entre otros. Es cofundador de la revista de cuento ACEITEDEPERRO. Dictó la cátedra de edición en el Diplomado de Creación Literaria en el Centro de Educación Artística COMPAZ. Es profesor ocasional de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia de la materia Procesos Editoriales. Algunos de sus textos han sido publicados en la revista Fenix, Letralia Tierra de Letras, La esquina rota y algunas antologías de cuentos.
CRÓNICA DE UN MUÑÓN
Dime que tratas de esconder tu vaina tras tu bandana, tu foro y tu banda. Tus falsas mañas, tu panza, si no eres el que mandas. Dime con quién andas, dime, dime lo que alcanzas. Cuando una tanda de balas escuchas, dime si te ablandas…
—¿Desde cuándo vienes con esto del rap, Sebas?
—¡Uy! No sé, desde chiquito, creo, pero ahora me gustan otras cosas.
Ortizo era increíble: alto y delgado, como con un toque a Eminem, siempre con su gorra o su pañoleta. Prefería mantener su pelo corto, y algo de su piel canela le contrastaba con sus ojos aceituna. Se movía con gracia a pesar de su discapacidad.
Le conocí en una fiesta cuando vivía con Selene, tenía mucho flow. Su saludo detrás de la consola fue: “Alcánzame un disco, el que sea”. “¿Qué?”, no entendí. “Rápido, un disco, cualquiera”. Sonreí desconcertada; él se sonrió mientras negaba con la cabeza como quien pierde la paciencia y traga entero, hizo una mueca y estiró la mano a donde me había señalado. Cientos de acetatos. Me mostró el de Los Carrangueros de Ráquira, donde identifiqué a Jorge Veloza. Con agilidad y maestría fue dejando desvanecer en la pista los Chemical Brothers, y entre surcos electrónicos que parecía emitir de sus labios pasó a los Carrangueros. Me dieron ganas de bailar. Selene trajo una cerveza para mí, brindamos y le mandó un beso al aire que él atrapó con un movimiento de pestañas y una sonrisa. Era encantador Sebastián Ortiz.
A Selene no la veía desde hace meses; yo terminaba mis estudios en La Florida y todo el año iba a estar en la ciudad. Luego de Los Carrangueros, Los Corraleros, luego La bamba, Safri Duo, quizás Daft Punk, Gorillaz, Los Valderramas y bueno, quedamos un poco extinguidas y nos sentamos a conversar, en medio de la música y la tranquilidad de una fiesta casera de no más de diez o doce personas.
—¿Y qué de Sebas? —le pregunté.
—Es un amor. Me tiene jodida —se reía.
—Pero, ¿cómo se conocieron?
—¿Recuerdas las clases de inglés que estaba dando para la gobernación? Bueno, pues ahí.
—Es lindo.
Como si presintiera que hablábamos de él, dejó la consola y vino hacia nosotras. Le dio un beso suave en los labios a Selene y se sentó junto a ella. “Bonita pareja”, pensé.
—Selene es una asaltacunas —dije, buscando familiaridad y confianza. Él se rió y me ofreció la mano empuñada, como señal de complicidad.
Habíamos estudiado en Birthtown College desde pequeñas. Selene era un año mayor que yo. La conocía desde los once años y, a pesar de dejar de vernos por meses o años, éramos profundamente unidas. Ella había regresado al país hace varios años y daba clases de inglés en la Universidad, además de otros contratos con los que sumaba. Siempre fue hábil con la economía y no era para mí extraño verla con Sebastián; sin duda la música los había unido. De Sebas ya sabía casi todo. Era muy buen Dj y se lucraba de eso, cosa que me dejó con cierta tranquilidad cuando me enteré de que ya iban a vivir juntos. Parecía un buen chico.
—Tienes como 24 años, ¿verdad?
—Veinticinco recién cumplidos. —Corrigió, precedido de una carcajada. Y volvió a reír—. Ya regreso, Adri, voy a dejar más musiquita y me relajo con ustedes, que siempre me canso de estar de pie.
—Dale, Sebas. —Lo observé ahora con más detenimiento cuando se levantó, y noté su cojera.
—¡Vaya! ¿Qué le pasó?
—No te había contado, Adri, pero Sebas tiene una prótesis. No es problema hablar de ello, claro. Él es muy maduro.
—Qué cosa tan terrible, lo siento. ¿Cómo la perdió? Dios, no sé ni qué decir.
—Adriana, no hay problema, en verdad. No tenemos que esquivar el tema frente a él.
Sebastián Ortiz, o Dj Ortizo, volvía a la sala junto a nosotras. Su cojera era poco notoria. Casi siempre tenía una sonrisa en el rostro y hasta se veía sexy con su pinta de skater. Era lindo, sí.
Selene era una belleza gringa de La Florida, había nacido en Tampa, su madre era colombiana y su padre era de Wichita. Se crió entre dos mundos, su español era tan perfecto como su inglés, pero su pelo rubio, ojos azules y su piel blanca develaban su origen yanqui. Quiso estudiar administración en Bogotá y luego cambió a psicología; finalmente terminó pedagogía en la universidad pública y rápidamente se volvió maestra de inglés. Yo terminaba mi doctorado en estudios culturales y la escena de la fiesta me sugería otra tesis; era una verdadera expresión de la multiculturalidad urbana en la clase media alta de una ciudad latinoamericana. Los amigos de Sebastián eran tres o cuatro, todos con pinta de raperos; una chica con un abdomen perfecto, trenzas, pantalón camuflado y tenis de alguna marca; otros dos muy parecidos a Sebastián, menos guapos. Quizás los veo en la calle y muero de susto. Otros vecinos de Selene y otros tres o cuatro profesores de la universidad donde ella trabaja.
Cuando Sebastián se sentó de nuevo con nosotras no pude evitar ser directa: con algo de nervios le pregunté:
—Me dice Selena que tienes una prótesis. Perdón, espero no te moleste la pregunta: ¿Duele? ¿Cómo fue eso? Lo lamento mucho, ¡Ay! Sí, sí, soy bruta, ya, ya la embarré. Tartamudeaba como siempre que los nervios me dominan.
Los dos se rieron con tranquilidad. Yo estaba más nerviosa que una gallina por mi impertinencia dotada de sinceridad. La risa contribuía un poco a aligerar la escena.
—Eres muy chistosa, Neas, pareces trabada.
—Pues no he fumado nada, pero siento que sí, estoy trabada y eso que no me he tomado sino dos cervezas. No te pares, Sebas ¿quieres que te traiga una cerveza?
—Adri, cálmate, pareces loca.
En realidad, me sentía un poco loca. Nunca supe manejar esas situaciones de honestidad, curiosidad, incomodidad, ignorancia y brutalidad; todo mezclado. “Soy un desastre”, pensé. No sé si estaba sugestionada, pero sentía desde el inicio olor a hierba por doquier.
—Tranquila, Neas, luego te cuento la historia, que es larga.
—Fue un accidente terrible, pero Sebas es un duro. Y no, Neas, Sebas no toma alcohol.
—No digas, qué bien.
—Y por qué te dicen “Neas”. No pareces muy Nea—. Rieron los dos y nunca supe por qué.
Reí en complicidad, pero no sabía por qué reía. Realmente era como si estuviera trabada.
—Otra larga historia, Sebas. Tan larga que ni recuerdo.
Selene le contó rápidamente que Neas era un apodo que mi papá me había puesto desde pequeña, realmente no recuerdo muy bien, creo que ella lo recuerda mejor. Parece que Neas era una ballenita en un cuento infantil y bueno, como que a mi papá le pareció divertido ponerme como una ballenita. Con el tiempo mi hermana, mi mamá y todos en el College ya me conocían como Neas. Algo así fue lo que Selene le contó a Sebastián, quien escuchaba con atención. Sonreía, pero creo que en el fondo le parecía una historia ridícula.
Luego me terminaron contando el accidente. Sebastián era adicto a la velocidad y, cuando tenía diecinueve, montaba tabla y bicicleta de manera desenfrenada. Parece que en una de esas aventuras de calle perdió el equilibrio en la bicicleta y un autobús le pasó por encima de su tobillo. Al final y, en resumen, luego de la operación y las terapias tuvo la fortuna de entrar en un proceso de desintoxicación, pues era adicto a varias sustancias. Ingresó a una fundación y en esta aprendió a ser Dj; también tuvo algunas otras inquietudes como querer aprender inglés y electrónica. No inició ninguna carrera universitaria, pero al parecer no la necesitaba. Se había recuperado perfectamente e incluso, gracias a Selene, había podido adquirir una prótesis de titanio.
—¿Quieres verla?
—¿A quién? ¿Cómo así?
—La prótesis
—¡Uy!, no. Bueno, pues sí.
Rieron de nuevo y Sebas, simplemente, se arremangó su pantalón. Pensé que era bonita. La toqué.
—Está bien, puedes tocar. Selene no se pondrá celosa, porque no siento nada.
Nos reímos todos.
—Eso sí, no te amañes, Neas, que es bonita, pero es de Sebas.
Me cohibí y retiré la mano. Tomé mi cerveza y brindé.
—Te admiro, Sebastián, qué fuerza.
—Gracias, Neas. Todo con ayuda de Dios, Selene y la música. —Sonrió y se dejó contagiar por la música, haciendo unos movimientos contagiosos. —El primer año fue horrible, no quería estar vivo. Gracias a Dios sigo adelante.
—La anterior era de polipropileno…
—¿Proliqué?
De nuevo se rieron de mi torpeza. Lele movía la cabeza levemente como asentando la paciencia de años conmigo y mi lentitud con ciertas palabras.
—La anterior, que era como de un plástico duro, ya estaba muy maltratada. Además como te imaginarás en este país no hay rampas ni facilidades para personas que padecen de estas dificultades, entonces: se golpeaba en la subida de los buses en su patica de plástico, y en fin. Le regalé esta que es más bonita y dura mucho más. Además es más cómoda ¿Verdad, Sebas?
—¡Sizas!, es re cool. No siento ninguna molestia. Es como si fuera de marca: Nike Air.
Todos reímos.
—Gracias a mi Dios y a mi Lele, camino mucho mejor.
Selene y yo nos mirábamos con inquietud cada vez que alguien pronunciaba “Dios”. Como que nos recordaba las clases de religión protestantes y la retahíla inmensa que los pastores tenían. Pobres nosotras, con solo once y doce añitos y tener que escuchar de Dios.
La fiesta no sé a qué hora terminó. Selene me presentó con algunos amigos y Sebas con otros. Tomé otra cerveza y un poco antes de medianoche ya estaba pidiendo el taxi. Alguien se ofreció a llevarme, pero preferí salir sola y pronto. Las noches en Bogotá parecían iguales siempre: unos edificios de más, la soledad de la media noche y algún bullicio por Chapinero y otro menos a la altura de la 83. Al llegar me inundé de nostalgia. Las noches en casa de papá, ya sin papá, sin mamá y sin hermana, eran frías. Me serví un whisky y tomé una pastilla para dormir.
Al día siguiente me llamó temprano Lele, para mí, solo para mí, la misma Selene.
—Hola, mi Lele.
—¿Por qué te fuiste, Neas? Álvaro se moría por conocerte.
—¿Quién diablos es Álvaro?
—Pues Álvaro, te saludó y bailaron un rato.
—Ni idea. Lele, había mucha marihuana en tu casa, tengo una resaca tenaz.
—¿Quieres ver a Alvarito? Es un sol.
—No, no quiero “Alvaritos”. Recuerda que Santi llega la otra semana y nos vamos a Cartagena.
—Que Santi, que Santi. Bueno, loquita, te hablo más tarde a ver cómo seguiste.
Dormí toda la mañana hasta que el hambre me despertó. Mientras preparaba un pequeño bistec con ensalada y papas a la francesa, llamé a Santiago. Hacíamos el mismo doctorado en Miami y, aunque muchos intereses nos unían, no me sentía realmente enamorada, no como al inicio. Sin embargo, lo quería. Hablábamos por horas de nuestras tesis y de miles de pequeñas cosas. Cuando colgué pensé de nuevo en la relación de Lele y Sebas. Pensé en que quería saber más de ellos dos. Digo, me preocupaba mi amiga y, bueno, él era un buen chico, pero no sé. Solo llevaban seis meses y ya estaban viviendo juntos. Selene y yo siempre nos protegíamos. Yo más a ella, quizás.
Nos vimos la tarde del día siguiente en el Café Berlín. Nos encantaban la terraza y los postres. El Grütze era exquisito; pequeñas grosellas en salsa con crema de chantilly.
—Bueno, ahora sí cuenta todo. Todo todo.
—De qué hablas, Neas. ¿Qué es todo?
—No me habías contado todo de Sebastián. Sí, sabía que era menor, sí, sabía que era un gran Dj, sí, sabía que se habían conocido en las clases de inglés, pero ¿por qué no me contaste que le faltaba una pierna y demás?
—No le falta nada más, Adriana, no seas tan morbosa.
—¡Odiosa!
—Neas, no es algo que le impida absolutamente nada. No te lo mencioné porque no es importante para él ahora. No es un tema tabú, pero no es un motivo de conversación necesario.
—Sí, entiendo, pero…
—Pero ¿qué?… ¿Qué quieres saber?
—Bueno, pues ¿cómo es su vida? ¿cómo se entienden ustedes? ¿qué de su familia, sus amigos?…
—Tú tan chismosa, Neitas. —Reímos las dos.
Me contó que la primera vez que se vieron en clase de inglés él se comportó de manera ejemplar. Notó su prótesis de plástico descubierta gracias al uso de sus bermudas caqui. Le sorprendió que al final de la clase, con seriedad absoluta, pero con una sonrisa encantadora, dejara una nota en su blanquísima mano, que decía: “Profe, la puedo invitar una gaseosa”. Lele sucumbió de inmediato.
La misma semana ella lo invitó a comer lechona cerca del centro comunitario y, entre compartir conversaciones de rap, letras de canciones en inglés y las anécdotas callejeras, resultó el fin de semana en su apartamento. Le mostró su prótesis y desnudó su muñón del artefacto. Lele me contó intimidades muy delicadas de sus caricias y sus besos. De cómo parecía él no evitar rascarse su muñoncito. De cómo, la querida Selene, con dedicación y entre besos, aprendió a frotar con crema número 4 rascando con suavidad el fin de su limitada extremidad hasta extasiarlo, hasta quedar en la desnudez plena entre besos y lubricante. Entre canciones, sábanas y letras interrumpidas: “Si es cierto que me enamore de ti, Que solo a tu lado puedo ser feliz, Que sin ti no puedo vivir, Comencé a sentir que eres para mí, Que eres para mí Guo Guo Guo…” Me contaba como si lo mirara a él, mientras me narraba detalles de sus encuentros.
Fumaban marihuana, de vez en cuando Lele tomaba cerveza o whisky; Sebas tomaba Coca-Cola o agua. Pasaba largas horas frente a la consola. Le hacía el desayuno y mientras freía los huevos cambiaba de pista. Cada mañana, antes o después del desayuno, le hacía el amor con la libertad del peso del titanio bajo su muñón.
—Y… ¿cuánto le costó esa prótesis? ¿Tú la compraste?
—Costó un resto, pero la compré con felicidad. Es más liviana, pero la otra ya estaba dañándose. Se ve más cool con esta, ¿verdad?
—Sí, es muy elegante.
—Aún le rasca el muñoncito, pero dice la terapista que es normal, incluso por años. Es una reacción nerviosa que extraña la otra parte de su cuerpo. A mí me encanta acariciarle su muñoncito, ponerle cremita, rascarle suavecito…
—¡Wow! Estás enamorada del muñón. —Reí burlonamente, pero me tapé la boca de inmediato-. Perdón, perdón.
—No hagas esos chistes, Adri. Feo.
—Sí, sí. Lo siento. Está mal.
—Él fue muy valiente. Estuvo muy deprimido el primer año y se refugió en el bazuco. Desde los doce años ha estado entre fundaciones, ollas y casas de amigos. Unos buenos, otros realmente malos —Selene hablaba de él con admiración. Me di cuenta de que posiblemente no podía parar de hablar en horas—. Lo acogieron en una fundación y lo invitaron a mirar otras cosas. Ahí llegó la música. Bueno, seguramente ya estaba.
—No importa. Pilas, que él llega ahora y, como te digo, no creo que tenga que ser un tema de conversación habitual.
—Tienes razón, Lele. Me alegra verte feliz.
Recordamos cosas de la Prepa, nos actualizamos un poco. Le conté cosas de Santiago y me criticó por aburrida. Le dije que ya las fiestas de la universidad y las borracheras habían quedado atrás, que era muy ñoña y que me gustaba mucho encerrarme a leer y trabajar, y era cierto. No sabía si era triste, pero era cierto.
I can see you’re SAD even when you SMILE even when you LAUGH. I can see it in your EYES deep inside you wanna CRY… Llegó tarareando suavemente, sumergido entre sus audífonos. Reconocí la canción.
—Hola, Sebas.
—Hola, Adri —Me saludó con un beso en la mejilla.
—¿De dónde vienes?
—Estaba en terapia y luego le fui a ayudar a un parcero a arreglar la consola que tenía fundida. Era cambiarle un fusible y una tarjeta, breve.
Sentí que me habló en chino, pero entendí que había arreglado una consola de un amigo.
—Sebas es un duro arreglando cosas. Ya sabes, si tu hermana necesita algo…
—O tus papás, Neas. Lo que necesites.
—No, Sebitas, mis papitos ya no están.
—Lo siento, sí. Selene me había contado. Sorry.
—Tranquilo.
Tarareó otra canción en español que no reconocí y le pregunté:
—¿Desde cuándo te comenzó a gustar el Rap, Sebas?
—¡Uy! No sé, desde chiquito, creo, pero ahora me gustan otras cosas.
Hablaban mucho de música y cantaban estribillos y sentía que sobraba. Intenté acomodarme por varios minutos, pero dije: “bueno, tengo que irme a trabajar en la tesis”.
—Qué aburrida, Neas.
—De verdad, tengo que irme. Esta semana los invito a la casa y preparamos almuerzo.
—Bien, chévere, Neitas.
Tenía de nuevo el Corolla de mi padre, luego de haberlo recuperado del taller esa semana. Conduje hasta la casa, llamé a Santiago y entre las conversaciones recordé cosas pendientes de la tesis y me sumergí entre las páginas del computador.
Me acosté un poco tarde. Tomé una pastilla; dormí profundamente.
En la mañana volví al computador. Salí al café de la esquina a leer y fumar. Tenía unas sombrillitas verdes oscuras que me daban la luz perfecta para el deleite de las páginas. No había sacado el celular y cuando regresé a casa vi varias llamadas perdidas de Lele.
Regresé las llamadas una y otra vez sin obtener respuesta. Preparé un sándwich y volví a llamar a Lele, sin éxito. Llamé a Santiago y le conté de mi extrañez acerca de las llamadas.
Volví a intentar comunicarme sin éxito.
Tomé una pastilla y fui al cuarto de mi padre. Todo intacto. Sentía algo de él. Me recosté en su cama y un pensamiento me llevó a otro. Los ojos se fueron cerrando. Pensé que despertaba por el sonido del teléfono. Me levantaba, contestaba, y nadie hablaba. En realidad, estaba dormida.
En la mesa de noche había un viejo Orient del abuelo que ya marcaba las cinco de la tarde. Quizás fue la pista para volver a la realidad. Me levanté aún con la duda de si en realidad estaba dormida o despierta. Preparé café y vi que mi teléfono estaba sin batería. Lo conecté. Tomé un café y fumé en la terraza mientras pensaba en Lele, en mi padre, en los años que pasamos en Bogotá en ese amplio apartamento. Recorrí la biblioteca y recordé parte de mi infancia, parte de la vida en Tampa, mi vida en La Florida, mis días en Bogotá. Santiago, Lele… ¿Qué hago en Bogotá?
Volví al cuarto y prendí mi celular.
—Neas, dónde estás. —Lele estaba desconsolada.
—¿Qué pasa, Lele? Estoy en casa. Estaba sin celular. Te llamé varias veces. ¿Dónde estás?
—Neas, me mataron a Sebas.
—¿Cómo? ¿Qué?
—¡Fuck you! ¡Fuck you!, país de mierda.
—Voy para allá.
—Estoy en la Clínica Santa Fe. Gracias, Neitas.
Qué desgracia no saber qué pasaba, no poder estar cerca a Lele de inmediato. ¡Tanta mierda! No sabía si quería estar en Bogotá en ese momento. Conducía hacia la Clínica Santa Fe y me asaltaban recuerdos de la crisis terminal del cáncer de mi madre, del derrame de mi padre. ¿Qué sería de Sebas?
—Neas, estoy muy mal.
—Tranquila, Lelita, ven. ¿Quieres un tranquilizante?
—Sí, por favor.
—Te traigo agua. Ya regreso.
Cuando dejé el vaso entre sus manos me dijo, agarrándomelas y con sus ojos se llenaron de ira:
—Le quitaron la piernita los hijueputas. Se llevaron su prótesis. Pero yo sé que no fue por robarlo que lo mataron.
—Qué mierda esto, Lelita.
Tomó la píldora y abrazó el vaso de agua mientras me miraba con sus ojos azules cubiertos de agua. Parecía pedirme un salvavidas con su mirada. Yo no tenía nada.
Le tomé sus manos y dejé que respirara un poco. Aunque quería hacerle preguntas, pensé que mi única cuerda de rescate podría ser mi silencio y mis manos sobre las suyas. Sus manos estaban heladas, pero el agua podría hervir en ese instante.
—Siempre me mintió, Neitas, o no sé. No sé qué pensar.
Acariciaba su pelo lacio y rubio; era inevitable mojarme las manos con sus lágrimas y peinarla desprevenidamente con mis manos y su sollozo. Había skaters y raperos de veinte años por todo el pasillo. Parecían venir a auxiliarle. Algunos y algunas salían compungidos. En el ambiente navegaba una sensación de vacío, una sensación de silencio donde pequeños lamentos se escuchaban alejarse como si la música se apagara para siempre.
Descubrió, por algunas conversaciones, que Sebastián no tuvo del todo un accidente. Una camioneta le perseguía y logró alcanzarlo hasta empujarlo bajo la llanta de un autobús. Como era de suponerse, tenían una guerra entre pandillas. Pensaba que el mundo es igual en cada rincón. Sebastián Ortiz llevaba fuera de las calles más de cinco años. Cinco puñaladas le cobraron eventos del pasado. Manos misteriosas que no olvidan lo alcanzaron y quitaron el manto de tranquilidad que tenía su vida.
—Voy a investigar quiénes fueron esos hijos de perra, Neitas.
—Lele, no pienses en eso. No debes ir más allá. Sabes que no es prudente. No sabemos si fue por robarlo o si había algo detrás. No pienses más en eso, por favor.
—Van a caer todos esos hijueputas de mierda. Sebas estaba sano. Tú sabes —Y lloraba.
Pensaba en que en verdad Lele estaba enamorada de su muñón, que Sebas con las dos piernas no hubiera podido atreverse a tomar una Coca-cola con Lele, que Selene nunca hubiera estado más excitada en la cama sino acariciando el muñón de Sebastián.
Lele era así. Pero todo no tenía que ser así.
Estuvo agonizando por horas. Nunca aparecieron sus padres. Ortizo era un solitario verdadero. Su familia eran decenas de chicos que le admiraban. Su sepelio fue un desfile de pantalones anchos y decenas de chicas bellas con ombligueras y abdómenes perfectos. Todos suspiraban con los ojos hechos lágrimas.
Selene se hizo cargo de todo y en sus ojos, más que tristeza, había nostalgia mezclada con dureza.
—No quiero pensar que alguno de estos hijueputas haya tenido que ver con lo que pasó.
—Lele, no más por favor. No pienses esas cosas.
Le di otro tranquilizante y la acompañé por horas. Sus padres seguían en Estados Unidos, tal vez estaban en Europa. Pensé que Sebastián y Selene eran, verdaderamente, espíritus muy afines.
Una corona notablemente grande fue dejada a los pies del féretro. El portador, con una chaqueta bomber azul, una gorra y un pantalón de dril verde y ancho, miró de reojo a todos y se retiró sin saludar o despedirse de nadie. Nos miramos con Selene y las dos sentimos un helado respiro tras nuestras cabezas. Cerramos los ojos y, quizás desde hace más de veinte años, volvimos a pensar en Dios o algo que se le parecía.
Selene me abrazó y recostó su cabeza en mi hombro. En sus mejillas pude percibir un poco de levedad. Le acaricié sus mejillas y su pelo, como cuando éramos niñas. Recordábamos a las Dawson y las lágrimas que nos sacaron.
Ella susurró una canción y la escuché con ternura: Now let me welcome everybody to the Wild Wild West… A state that’s untouchable like Eliot Ness… The track hits your eardrum like a slug to your chest… Pack a vest for your Jimmy in the city of sex…
Reconocí la canción y pensé que Sebastián podía estar ahora mismo tras la consola moviendo sus manos y su piernita, ya sin picazón en su muñoncito gracias a mi Lele.
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