LA MUERTE DEL COMENDADOR (LIBRO II), O LAS FORMAS MALEABLES DE LO REAL

Por John Gómez.
La narrativa de Haruki Murakami destaca por la creación de atmósferas envolventes y enigmas irresolubles que se extienden por el territorio japonés, en donde abundan las descripciones de terrenos montañosos y geografías costeras, salpicadas por hechos históricos y datos precisos que hacen, de sus obras, historias verosímiles cargadas de licencias poéticas. Y en el caso de La muerte del comendador (Libro II) esto no es una excepción.
La historia, que tiene como punto de partida un divorcio repentino y lo que bien podría ser un intento de huida de sí mismo, pronto se ramifica en una serie de misterios que atraviesan el tiempo, el espacio y las representaciones de ideas y metáforas cada vez más palpables, haciendo que el mundo del narrador (un retratista de treinta y seis años) se vea invadido de repente por presencias inquietantes y extrañas, como la de Menshiki, quien parece tirar de los hilos para acercarse a la que podría ser su hija biológica, o la de la misma Marie, cuya existencia está rodeada de incógnitas que entrelazan las vidas del pintor Tomohiko Amada, su tía Shoko Akikawa, la imagen persistente del hombre del Subaru Forester blanco, entre otros, sin dejar de lado al comendador y “cara larga”, que irrumpen en el mundo real para complicar un poco más la trama y llevar al narrador por un periplo iniciático, que lo obliga a descender a un reino de penumbras y enfrentarse a todo aquello que teme, para terminar emergiendo en una resurrección más que metafórica. Al final, y sin haberlo anticipado, el círculo se ha cerrado definitivamente y todo aquello que parecía perdido de forma irremediable (su esposa Yuzu, su hija Muro, concebida en sueños) vuelve a él, no sin antes demandar una especie de sacrificio.

Así, Editorial Planeta nos trae esta obra de Haruki Murakami, dividida en dos tomos, con traducción de Fernando Cordobés González y Yoko Ogihara, para recordarnos que, al final, es cuestión de tiempo (del tiempo mismo de las cosas, ese que habita fuera de nosotros), o quizá de todo aquello que estamos dispuestos a sacrificar para encontrarnos del otro lado del laberinto. Y al igual que el azorado narrador, no tenemos más alternativa que arrastrarnos fuera del abismo, esperando que, del otro lado, quede alguna luz que pueda guiarnos.
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