ANTOLOGÍA: JORGE ALEJANDRO LLANOS

JORGE ALEJANDRO LLANOS (Bogotá). Calvo, ojeroso, cansado y de camiseta negra. Periodista e historiador del arte. Ha publicado el libro de cuentos Colibríes Decadentes. Trabaja en el Colectivo La Libélula Azul y no le pagan por ello.
Once de mayo de dos mil veintidós
«Cómo le explico a mi hermano que no sé dónde voy a amanecer mañana —cuando me pregunta el significado de las cosas— mismas cosas que hace tiempo yo olvidé.
Explicarle a su voz de diez años que los minutos colapsaron hace muchas semanas y que ahora busco yo también respuestas en las cosas que veo en otros, tal como él.
Cómo le explico que la luna no cambia de forma porque la devoran buitres cada tanto, o el pasto es verde porque lo defecaron los insectos, o el cielo es azul porque está inundado de mar y allí en las nubes la gravedad se revirtió.
Quisiera entender también esos conceptos, decantar tanto humo y tanta letra, contener todo aquel sistema enciclopédico de cosas y meterlo en una botella para arrojarla al río Bogotá y dejarla partir.
Que se estrellara, esa misma botella, con la espuma que surge de la mugre del río, y que esa espuma —que también es nube—, fuera devorada junto a todos los poemas escritos en el mundo, y los seres humanos se miraran las pestañas, y los perros no dejaran de ladrar en las azoteas, y los canarios fueran libres —pero volvieran por las tardes a visitar a mi abuela— y los peces del río Bogotá volvieran a habitar estos cuerpos de agua pasajera.
Cómo le explico a mi hermano que a veces las imágenes se derrumban en las manos y la única sonrisa que vale es quizá la del reflejo entre los ojos de algún animal que nos quiso tanto —y el abrazo prudente de quienes nos aceptan, aun con la carne y con el poema—».
Poema ganador del IV Certamen Nacional de Poesía Basura John Gómez 2024
Liminal
«Observo los cuerpos y almas
Su tono blanco y sus viejos diseños de gran tamaño.
Me reúno con los océanos, los ojos y los cielos
Y tomo las plantas —cuyos frutos de color— tienen la mano de los cuchillos.
Los perros son rocas sólidas
Intersección compuesta por la pintura de una planta
Camino que contempla la noche de un cuerpo en las palabras;
Los escribo
Somos alguien triste formado por los libros
Las habladuría
Parte interior de un humano
Una enfermedad de la fábula».
Nubes
«Las cavernas de los ojos son vasijas de sal y agua, materia accesible y salada de los pensamientos más profundos del ser en cuestión.
Y si allí habitan las pertenencias de los otros a quienes miramos, es preciso decir que una gallina, por más pequeño que sea su cerebro, es el rezago —dentro de ese lago— de criaturas prehistóricas y gigantes.
Puede ser que Fixy, dentro de su locura por la supervivencia, no dedique segundos a pensar en la contemplación o en las figuras —que sus ojos no me vean de la forma en la que me creo reconocible—, y me asusta ese ser que surge de esos ojos porque es un otro que me desconoce y me expugna, así que no soy yo el que la alimenta, le limpia la mierda, le da de comer y le recoge los huevos, sino que es otro al que ella respeta y a quien le permite acariciarle las plumas del cuello cuando hace frío y se siente mal.
Bajo esa mirada, ella también es otra dentro de mis ojos, y se reduce la posibilidad de encontrarla entera a partir de los estímulos físicos.
Pero aquí, en esta imagen que recreo ante el mundo, se me revela sincera, y a sabiendas de que muchos la consideran un ser inmundo, mi gallina es una nube que, por cuestión del destino, no pertenece al cielo y no vuela.
Estamos ambas amarradas a ser nubes de buche;
nubes de barba
de cresta
de calva
cumulonimbus de tierra.
Y me da miedo pensar en su muerte, tan inmediata como la nube que en el cielo bogotano se despeja a la distancia».
Noviembre
«Basta un grano de arroz para cerrar una cartera. Un grupo de pavesas —aun tibias— para sentir un abrazo. Una escoba de pelos verdes, y fucsias, y mariposas, para entablar un ambiente de neón en la sala de la casa.
No es curioso entonces que baste no más un pedazo de flor, ramaleada con un caucho —como quien ata a las bestias de un campo seco—, para hacer de un hogar una pradera.
Las flores guardan ánimas negras, que en sus colores brillan como si fueran metal, parecen memoria de luchas, y siglos y siglos de tierra y de piedras.
Habría que hacer la disección del acto:
primero buscar un trabajo, hacer uso de la fuerza bruta, enajenarse un rato y ganar un capital.
Ir al acto del trueque y de la usura, tranzar unas rosas, girasoles o crisantemos, estos últimos por ratos baratos, por ratos en tumbas, y si hay afán de muerte quizá unos lirios japoneses.
El día que murió mi abuela los lirios se pudrieron sentados en las escaleras. Cayeron pistilo tras pistilo, con un movimiento que nadie vio ni buscó entender. Simplemente sucedió de esa manera, esa fue la forma en que ella se fue.
No volví a comprar lirios japoneses en la plaza, porque su aliento se adueña de las cosas y las partes, y es más complicado vivir en el presente de esa forma.
Me gusta el estoicismo de los girasoles —mera reminiscencia del Van Gogh que tengo, pirata, en mi cuarto—, lo mismo que el histrionismo de las rosas.
Pero crisantemos no, mejor dejarlos fuera de la casa, porque habitan por montones en las tumbas de mi infancia».
Corte
«Mi padre me ha pedido que corte su cabello
He sacado la máquina
La he limpiado
Le he puesto el delantal de barbero sobre los hombros
Y he posado la palma de mi mano en la coronilla desierta de su cabeza.
Enciendo la máquina y el ruido diminuto coloniza los espacios
Tanto los de su cabeza como los de mis brazos.
De seguro me cuenta una historia vieja
―o de mi madre y él algún relato―
Y estira las piernas buscando el sol que viene del patio.
La máquina pasa la «cero» con la determinación
que tienen algunas montañas al caer
Y el pelo negro y el pelo blanco
Se unen de nuevo en el suelo
Antes de pasar sobre ellos la escoba.
Habla y señala una oración ―hacia la puerta― con sus labios
Mientras regaña y segundos antes de que calle.
Nos veo a los dos igual de calvos
Y cómo nuestro diálogo es ese pelo que voy cortando
Que va cayendo
Que va temblando
Y no queda mucho por decir ―entre ambos―
Antes de que termine de calvearlo;
Le quite el babero
Le preste mi mano.
Y en silencio
Barremos juntos del piso el cabello
Que termina siendo un estorbo consumado».
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